Se había detenido enfrente de
la iglesia y aparcado junto a la acera de la casa comunal que estaba pegada a
la iglesia. Sin saberlo había ocupado el mismo sitio que ocupara su esposo una
semana antes.
Se bajó del auto y se encaminó
hacia la iglesia. Su motivo si era rezar. Pedirle a Dios consuelo y consejo.
Miró en las gradas de la
pequeña ermita a los mismos viejos que había mirado Humberto, los saludó con un buen día y sin esperar respuesta entró
al templo. En el interior del edificio sintió el aire más fresco que el de
afuera y hasta un poco de frío. No había nadie en el interior.
Avanzó por toda la bóveda
hasta llegar frente al altar. Allí, ocupando la primera fila se sentó sobre la
banca. En el suelo, enfrente de ella había un reclinatorio muy largo. Se hincó,
juntó las manos y rezó:
“Padre Celestial, si Humberto
está vivo, hazle saber que lo esperamos. Y si está muerto, que aparezca su
cuerpo… por favor, por favor, por favor”.
En ese momento y como
respuesta a su plegaria, de alguna manera, escuchó pasos detrás de ella. Abrió
los ojos y miró, esperanzadora, hacia atrás. No, no era él. Se trataba de un
hombre enfundado en una larga sotana negra. Era un sacerdote.
—Buenos días, hija –dijo el
hombre que tendría unos cincuenta años y ya mostraba algunas arrugas y el
cabello encanecido por varios sitios.
—Buenos días, padre –saludó
ella tratando de sonreír. Después de todo si le quedaban aún lágrimas, algunas
corrían mejilla abajo.
Al ver aquellas lágrimas, el
sacerdote se detuvo y la miró desde casi enfrente de ella, ante el altar.
—¿Sucede algo, hija?
—No, padre… no…
Pero el hombre lo dudó un poco
y se acercó a ella.
—No te preocupes –le dijo—.
Para ayudar a las personas estamos aquí.
Se sentó en la misma banca a
unos dos metros de distancia de ella.
—No sé, padre –dijo entre
sollozos e hipidos—, si se enteró de los que sucedió en La Casona.
—Ah, sí. Es una pena… la
desaparición de un investigador… sí… sí lo sé. Él estuvo aquí ese mismo día.
El rostro de Nicolle, si no hubiera
estado llorando, se iluminó.
—Humberto… Humberto Maldonado,
creo que se llamaba.
—Sí, padre. Él era mi esposo.
Un pequeño silencio se
estableció entre ellos.
—Oh, lo siento, hija. Es algo…
penoso.
—Lo sé, padre. Y lo peor es
que nadie sabe nada. Nadie dice nada de lo que pudo haber pasado. ¿Usted cree
posible que alguien se pueda esfumar así por así? De la nada…
—Lo sé, hija. Eso está tan
lejos de las leyes físicas, pero…
Otro silencio algo molesto
entre ambos.
—Dios actúa de formas tan
extrañas…
—¿Usted cree que Dios tuvo que
ver algo con esto? –dijo irritada y subiendo la voz sin quererlo.
Su voz se agrandó por el lugar
donde se encontraba y rebotó durante algunos segundos.
—Lo siento, padre… pero es
que… —se disculpó.
—Lo entiendo, hija… es que es
tan extraño. He orado todos estos días para que aparezca sano y salvo. Le he
pedido a Dios que me indique lo que puedo hacer al respecto, pero sólo nos
queda esperar.
—¿Mencionó él algo extraño,
padre?
—No… sólo me estuvo
preguntando acerca de las cosas en las que cree el pueblo. Nada más y sentí que
lo que hacía le apasionaba. Yo no sé de ese mundo que él investigaba, más que
lo que sabe el pueblo.
—Gracias padre… le agradezco
su plática y su interés. Yo seguiré esperando. Algún día conoceré la verdad. Y como
dijo Cristo: la verdad me hará libre.
***
Todo aquello había sucedido
antes de que él último cliente de Humberto llegara a su casa. Ahora, allí lo
tenía. Habían pasado desde la desaparición casi dos semanas. Le estaba
prometiendo hacer hasta lo imposible por encontrarlo, pero habían pasado
aquellas dos semanas y no había hecho absolutamente nada. Eso quería gritarle
para que se enterara de lo molesta que estaba. Pero luego, reflexionando al
respecto llegó a la conclusión de que con esa actitud no llegaría a ningún
lugar.
—Hemos buscado por todo el
terreno –dijo don Esteban—. Tengo a un grupo de más de veinte hombres, en
parejas, recorriendo toda la propiedad.
—¿Y la casa? –preguntó Nicolle
interrumpiéndolo.
—La casa es otro cuento –dijo
el hombre tratando de sostenerle la mirada—. Nadie se atreve a entrar. Y los
últimos que lo hicieron…
Guardó silencio. Y como
siempre, el silencio fue más elocuente que las palabras.
—Hay, en Estado Unidos
–continuó el hombre— un grupo de personas dedicadas a la caza de fantasmas. O
como le llaman ellos, limpieza de casas de malos espíritus. Son los más
reconocido a nivel mundial… les he pedido que vengan a Honduras para que
realicen dicha limpieza. Vendrán dentro de tres meses… no pueden antes.
Otro silencio.
—Pero, le aseguro que su
esposo no está en La Casona. El grupo de personas que entró y que salió
huyendo, entraron a todas las habitaciones y juraron que no había ningún cuerpo
allí. Sólo los sensores… los cuales continúan allí.
—¿Cuántas personas entraron?
—Por seguridad… entraron
veinte y tríos. La idea era limpiar la casa o averiguar si se encontraba su
esposo, allí… nada. Y salieron, casi atropellándose los unos a los otros.
Vomitaron todos y todos dijeron sentir esa sensación que comentó el socio de su
esposo: la sensación de estar siendo observados desde las paredes.
—¿Y sí sabía que era tan
peligroso? –preguntó una vez más Nicolle sintiendo que la sangre se le
acumulaba en las sienes— ¿Por qué llamó a mi esposo?
—Yo… lo siento. No sabía que
estaba así la cosa. Es como si con el paso del tiempo, algo se fuera haciendo
más grande. Nosotros, mi familia y yo… teníamos la costumbre de ir a La Casona,
todos los fines de semana, pero cuando nuestros hijos comenzaron a decirnos que
sentían cosas raras… todos, dejamos de usarla. Mi padre murió en mil
novecientos setenta y cuatro allí, en la casa y me la heredó junto a toda la
propiedad y comenzamos a visitarla los fines de semana por esa época. Sólo
fuimos, quizás unas cinco veces… mis hijos: Anamaría, Miguel y Carla estaban
muy pequeños y sobre todo Anamaría, quien tenía apenas dos años, no paraba de
llorar durante toda la noche, aunque durmiéramos con ella. Nos señalaba hacia
las paredes y parecía como si estuviera trastornada… como si viera algo allí.
Así que después de intentarlo varias veces y ver el terror de nuestros hijos,
decidimos no volver a ir, por lo menos hasta que se solucionara el problema.
Creíamos, mi esposa y yo que con los años nuestros hijos iban a superar
aquello… pero…
Se puso muy pálido quizás al
recordar algo.
—Hace dos años, cuando fui
para volver a habilitarla estaba toda montosa. Las paredes parecían bañadas en
polvo del camino… entré y no noté nada extraño. Todo, adentro, parecía como si
hubiera estaba metido en una cámara de compresión… soy ingeniero y comprendo de
todas esas cosas. Por lo general las casas que se quedan solas mucho tiempo
empiezan a acumular polvo y hasta deteriorarse todas las cosas en ellas. Pero
allí, allí no había ni una sola partícula de polvo. Como si todo, allí, hubiera
estado protegido por algo… no sentí absolutamente nada de lo que dicen sentir
los que han entrado últimamente allí. Mi idea era volver a utilizar la casa
como casa de campo. Y con ese fin puse a alguien a limpiar el exterior ya que
el interior no lo necesitaba…
Aquí hizo una pequeña pausa
como buscando ayuda a sus ideas.
—Contrate a don Ubaldo
Sánchez, un señor del Ocotal que había estado sin trabajo durante mucho tiempo
y que nadie quería contratar porque es muy dado a la bebida. Pero yo si lo
hice… y la verdad fue porque nadie más parecía dispuesto a hacerlo. Busqué y
busqué por todo el pueblo y nadie se atrevía a decirme que sí. Sólo don Ubaldo.
Le indiqué el trabajo y se puso a hacerlo. Quizás fue el alcohol lo que le
ayudó a soportar toda una semana, pero cuando volví a llegar ya no estaba.
Había limpiado toda la parte frontal de la casa, pero por lo visto, cuando
llegó a la parte de atrás… no siguió. Lo busqué en el pueblo y lo encontré en
la cantina, totalmente borracho. Según el dueño del estanco llevaba allí un día
completo y había llegado desesperado mencionando que lo seguía el diablo…
cuando traté de preguntarle a él acerca de eso del diablo me dijo que no volvía
allí… que no volvía mientras estuviera con vida. Yo no le creí y hasta le dije
a su esposo cuando aceptó el encargo de limpiar la casa… que don Ubaldo iba a
llegar….
—¿Cree que haya visto algo…
dentro de la casa?
—No lo sé… ahora ni yo me
atrevo a acercarme a esa casa… sé que allí hay algo. Por eso busqué a su
esposo… porque muchas personas me lo habían recomendado. Pero si yo hubiera
sabido que…
Otro de aquellos molestos
silencios se sentó un rato entre ellos. Cada uno parecía rumiar sus propias
ideas.
—Lo siento –murmuró don
Esteban con una voz tan baja que Nicolle tuvo que afinar un poco los oídos para
captarle.
—Así es la vida –dijo ella
como para convencerse de que Humberto ya jamás regresaría, estuviera donde
estuviera.
—Si hubiera sabido que tan mal
estaba la cosa, o que iba a suceder esto, jamás lo hubiera llamado. Se lo
aseguro.
Al final se despidieron como
amigos. ¿Qué más se podía hacer? ¿Proceder legalmente? ¿Cómo? Faltaba el cuerpo
del delito. Y justamente ese era el problema.
El cuerpo de Humberto
Maldonado, de treinta y seis años, jamás apareció.
***
Después de los sucesos de la
desaparición de Humberto Ezequiel Maldonado la casa conocida como La Casona,
volvió a quedar sola durante mucho tiempo. Los investigadores que según don
Esteban iban a venir en los meses siguientes fueron posponiendo la fecha hasta
límites insospechados. El motivo, nadie los supo.
Lo cierto es que, durante
muchos meses, después de los sucesos, muchas personas que pasaban a plena luz
del día, o aun peor, cuando la noche ya había caído comenzaron a comentar
varios sucesos o situaciones con respecto a la casa.
Muchos, comentaban, al llegar
al Ocotal, que, al pasar por la casa
embrujada, como le comenzaron a llamar con mayor frecuencia, ocurrían cosas
que se podrían catalogar en de tres tipos de acuerdo al sentido que
estimulaban.
Las primeras eran de tipo visual:
las personas que pasaban por allí, entre el pasto que volvía a estar crecido,
decía ver sombras moviéndose, como animales salvajes, oscuros que se quedaban
quietas, parecían mirar hacia la carretera y luego volvían a desaparecer.
Otros, decían haber visto sombras gateando sobre las tejas de la casa. Sombras
parecidas a serpientes o a gatos de aspecto terrorífico. Y cuando decían
terrorífico solían mencionar las formas de desplazarse de dichas sombras: como
arrastrándose, de una manera rapidísima. Apareciendo y desapareciendo como si
la velocidad fuera su norma.
Las segundas eran de tipo
auditivo. Algunos decían haber escuchado sonidos parecidos a gritos saliendo de
La Casona, otros a rugidos, otros como a ronroneos y otros más atrevidos decían
que carcajadas malvadas.
Y las terceras, que parecían
las más comunes tenían que ver con los olores. Los olores que salían de aquella
casa, y que estaba unos cien metros de la carretera, llegaban hasta las afueras
y parecían inundarlo todo. Eran olores que variaban de acuerdo a la hora. Pero
todos coincidían en lo desagradables que eran.
A las seis de la mañana
parecían olores a carne podrida, al mediodía a establos sin limpiar durante
mucho tiempo, por las tardes como si fueran heridas abiertas y secas. Y por la noche
apestaba a ropa podrida.
Aquellas cosas, como ya
dijimos, muy pronto se diseminaron por todo el pueblo y las comunidades
alrededor. Y lo peor de todo era que nadie parecía hacer nada al respecto.
—Allí –dijo Ubaldo Sánchez al
escuchar como comentaba algo lo de las sombras— sucede algo muy, muy malo.
Y todos lo miraban,
comprendiendo que el borracho decía la verdad, pero sin poder hacer más que los
comentarios.
—¿Qué harías tú –le preguntó
el tabernero— si pudieras hacer algo al respecto?
El hombre, totalmente
alcoholizado, pero con la mirada perdida y con una luz de inteligencia allá en
el fondo dijo, sin apartar la mirada de la oscuridad que entraba por la puerta
abierta:
—Yo le
echaría un galón de gasolina y después le prendería un fósforo. Y no sólo a la
casa, sino a todos esos terrenos malditos.