miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12





Se había detenido enfrente de la iglesia y aparcado junto a la acera de la casa comunal que estaba pegada a la iglesia. Sin saberlo había ocupado el mismo sitio que ocupara su esposo una semana antes.
Se bajó del auto y se encaminó hacia la iglesia. Su motivo si era rezar. Pedirle a Dios consuelo y consejo.
Miró en las gradas de la pequeña ermita a los mismos viejos que había mirado Humberto, los saludó con un buen día y sin esperar respuesta entró al templo. En el interior del edificio sintió el aire más fresco que el de afuera y hasta un poco de frío. No había nadie en el interior.
Avanzó por toda la bóveda hasta llegar frente al altar. Allí, ocupando la primera fila se sentó sobre la banca. En el suelo, enfrente de ella había un reclinatorio muy largo. Se hincó, juntó las manos y rezó:
“Padre Celestial, si Humberto está vivo, hazle saber que lo esperamos. Y si está muerto, que aparezca su cuerpo… por favor, por favor, por favor”.
En ese momento y como respuesta a su plegaria, de alguna manera, escuchó pasos detrás de ella. Abrió los ojos y miró, esperanzadora, hacia atrás. No, no era él. Se trataba de un hombre enfundado en una larga sotana negra. Era un sacerdote.
—Buenos días, hija –dijo el hombre que tendría unos cincuenta años y ya mostraba algunas arrugas y el cabello encanecido por varios sitios.
—Buenos días, padre –saludó ella tratando de sonreír. Después de todo si le quedaban aún lágrimas, algunas corrían mejilla abajo.
Al ver aquellas lágrimas, el sacerdote se detuvo y la miró desde casi enfrente de ella, ante el altar.
—¿Sucede algo, hija?
—No, padre… no…
Pero el hombre lo dudó un poco y se acercó a ella.
—No te preocupes –le dijo—. Para ayudar a las personas estamos aquí.
Se sentó en la misma banca a unos dos metros de distancia de ella.
—No sé, padre –dijo entre sollozos e hipidos—, si se enteró de los que sucedió en La Casona.
—Ah, sí. Es una pena… la desaparición de un investigador… sí… sí lo sé. Él estuvo aquí ese mismo día.
El rostro de Nicolle, si no hubiera estado llorando, se iluminó.
—Humberto… Humberto Maldonado, creo que se llamaba.
—Sí, padre. Él era mi esposo.
Un pequeño silencio se estableció entre ellos.
—Oh, lo siento, hija. Es algo… penoso.
—Lo sé, padre. Y lo peor es que nadie sabe nada. Nadie dice nada de lo que pudo haber pasado. ¿Usted cree posible que alguien se pueda esfumar así por así? De la nada…
—Lo sé, hija. Eso está tan lejos de las leyes físicas, pero…
Otro silencio algo molesto entre ambos.
—Dios actúa de formas tan extrañas…
—¿Usted cree que Dios tuvo que ver algo con esto? –dijo irritada y subiendo la voz sin quererlo.
Su voz se agrandó por el lugar donde se encontraba y rebotó durante algunos segundos.
—Lo siento, padre… pero es que… —se disculpó.
—Lo entiendo, hija… es que es tan extraño. He orado todos estos días para que aparezca sano y salvo. Le he pedido a Dios que me indique lo que puedo hacer al respecto, pero sólo nos queda esperar.
—¿Mencionó él algo extraño, padre?
—No… sólo me estuvo preguntando acerca de las cosas en las que cree el pueblo. Nada más y sentí que lo que hacía le apasionaba. Yo no sé de ese mundo que él investigaba, más que lo que sabe el pueblo.
—Gracias padre… le agradezco su plática y su interés. Yo seguiré esperando. Algún día conoceré la verdad. Y como dijo Cristo: la verdad me hará libre.

***

Todo aquello había sucedido antes de que él último cliente de Humberto llegara a su casa. Ahora, allí lo tenía. Habían pasado desde la desaparición casi dos semanas. Le estaba prometiendo hacer hasta lo imposible por encontrarlo, pero habían pasado aquellas dos semanas y no había hecho absolutamente nada. Eso quería gritarle para que se enterara de lo molesta que estaba. Pero luego, reflexionando al respecto llegó a la conclusión de que con esa actitud no llegaría a ningún lugar.
—Hemos buscado por todo el terreno –dijo don Esteban—. Tengo a un grupo de más de veinte hombres, en parejas, recorriendo toda la propiedad.
—¿Y la casa? –preguntó Nicolle interrumpiéndolo.
—La casa es otro cuento –dijo el hombre tratando de sostenerle la mirada—. Nadie se atreve a entrar. Y los últimos que lo hicieron…
Guardó silencio. Y como siempre, el silencio fue más elocuente que las palabras.
—Hay, en Estado Unidos –continuó el hombre— un grupo de personas dedicadas a la caza de fantasmas. O como le llaman ellos, limpieza de casas de malos espíritus. Son los más reconocido a nivel mundial… les he pedido que vengan a Honduras para que realicen dicha limpieza. Vendrán dentro de tres meses… no pueden antes.
Otro silencio.
—Pero, le aseguro que su esposo no está en La Casona. El grupo de personas que entró y que salió huyendo, entraron a todas las habitaciones y juraron que no había ningún cuerpo allí. Sólo los sensores… los cuales continúan allí.
—¿Cuántas personas entraron?
—Por seguridad… entraron veinte y tríos. La idea era limpiar la casa o averiguar si se encontraba su esposo, allí… nada. Y salieron, casi atropellándose los unos a los otros. Vomitaron todos y todos dijeron sentir esa sensación que comentó el socio de su esposo: la sensación de estar siendo observados desde las paredes.
—¿Y sí sabía que era tan peligroso? –preguntó una vez más Nicolle sintiendo que la sangre se le acumulaba en las sienes— ¿Por qué llamó a mi esposo?
—Yo… lo siento. No sabía que estaba así la cosa. Es como si con el paso del tiempo, algo se fuera haciendo más grande. Nosotros, mi familia y yo… teníamos la costumbre de ir a La Casona, todos los fines de semana, pero cuando nuestros hijos comenzaron a decirnos que sentían cosas raras… todos, dejamos de usarla. Mi padre murió en mil novecientos setenta y cuatro allí, en la casa y me la heredó junto a toda la propiedad y comenzamos a visitarla los fines de semana por esa época. Sólo fuimos, quizás unas cinco veces… mis hijos: Anamaría, Miguel y Carla estaban muy pequeños y sobre todo Anamaría, quien tenía apenas dos años, no paraba de llorar durante toda la noche, aunque durmiéramos con ella. Nos señalaba hacia las paredes y parecía como si estuviera trastornada… como si viera algo allí. Así que después de intentarlo varias veces y ver el terror de nuestros hijos, decidimos no volver a ir, por lo menos hasta que se solucionara el problema. Creíamos, mi esposa y yo que con los años nuestros hijos iban a superar aquello… pero…
Se puso muy pálido quizás al recordar algo.
—Hace dos años, cuando fui para volver a habilitarla estaba toda montosa. Las paredes parecían bañadas en polvo del camino… entré y no noté nada extraño. Todo, adentro, parecía como si hubiera estaba metido en una cámara de compresión… soy ingeniero y comprendo de todas esas cosas. Por lo general las casas que se quedan solas mucho tiempo empiezan a acumular polvo y hasta deteriorarse todas las cosas en ellas. Pero allí, allí no había ni una sola partícula de polvo. Como si todo, allí, hubiera estado protegido por algo… no sentí absolutamente nada de lo que dicen sentir los que han entrado últimamente allí. Mi idea era volver a utilizar la casa como casa de campo. Y con ese fin puse a alguien a limpiar el exterior ya que el interior no lo necesitaba…
Aquí hizo una pequeña pausa como buscando ayuda a sus ideas.
—Contrate a don Ubaldo Sánchez, un señor del Ocotal que había estado sin trabajo durante mucho tiempo y que nadie quería contratar porque es muy dado a la bebida. Pero yo si lo hice… y la verdad fue porque nadie más parecía dispuesto a hacerlo. Busqué y busqué por todo el pueblo y nadie se atrevía a decirme que sí. Sólo don Ubaldo. Le indiqué el trabajo y se puso a hacerlo. Quizás fue el alcohol lo que le ayudó a soportar toda una semana, pero cuando volví a llegar ya no estaba. Había limpiado toda la parte frontal de la casa, pero por lo visto, cuando llegó a la parte de atrás… no siguió. Lo busqué en el pueblo y lo encontré en la cantina, totalmente borracho. Según el dueño del estanco llevaba allí un día completo y había llegado desesperado mencionando que lo seguía el diablo… cuando traté de preguntarle a él acerca de eso del diablo me dijo que no volvía allí… que no volvía mientras estuviera con vida. Yo no le creí y hasta le dije a su esposo cuando aceptó el encargo de limpiar la casa… que don Ubaldo iba a llegar….
—¿Cree que haya visto algo… dentro de la casa?
—No lo sé… ahora ni yo me atrevo a acercarme a esa casa… sé que allí hay algo. Por eso busqué a su esposo… porque muchas personas me lo habían recomendado. Pero si yo hubiera sabido que…
Otro de aquellos molestos silencios se sentó un rato entre ellos. Cada uno parecía rumiar sus propias ideas.
—Lo siento –murmuró don Esteban con una voz tan baja que Nicolle tuvo que afinar un poco los oídos para captarle.
—Así es la vida –dijo ella como para convencerse de que Humberto ya jamás regresaría, estuviera donde estuviera.
—Si hubiera sabido que tan mal estaba la cosa, o que iba a suceder esto, jamás lo hubiera llamado. Se lo aseguro.
Al final se despidieron como amigos. ¿Qué más se podía hacer? ¿Proceder legalmente? ¿Cómo? Faltaba el cuerpo del delito. Y justamente ese era el problema.
El cuerpo de Humberto Maldonado, de treinta y seis años, jamás apareció.

***

Después de los sucesos de la desaparición de Humberto Ezequiel Maldonado la casa conocida como La Casona, volvió a quedar sola durante mucho tiempo. Los investigadores que según don Esteban iban a venir en los meses siguientes fueron posponiendo la fecha hasta límites insospechados. El motivo, nadie los supo.
Lo cierto es que, durante muchos meses, después de los sucesos, muchas personas que pasaban a plena luz del día, o aun peor, cuando la noche ya había caído comenzaron a comentar varios sucesos o situaciones con respecto a la casa.
Muchos, comentaban, al llegar al Ocotal, que, al pasar por la casa embrujada, como le comenzaron a llamar con mayor frecuencia, ocurrían cosas que se podrían catalogar en de tres tipos de acuerdo al sentido que estimulaban.
Las primeras eran de tipo visual: las personas que pasaban por allí, entre el pasto que volvía a estar crecido, decía ver sombras moviéndose, como animales salvajes, oscuros que se quedaban quietas, parecían mirar hacia la carretera y luego volvían a desaparecer. Otros, decían haber visto sombras gateando sobre las tejas de la casa. Sombras parecidas a serpientes o a gatos de aspecto terrorífico. Y cuando decían terrorífico solían mencionar las formas de desplazarse de dichas sombras: como arrastrándose, de una manera rapidísima. Apareciendo y desapareciendo como si la velocidad fuera su norma.
Las segundas eran de tipo auditivo. Algunos decían haber escuchado sonidos parecidos a gritos saliendo de La Casona, otros a rugidos, otros como a ronroneos y otros más atrevidos decían que carcajadas malvadas.
Y las terceras, que parecían las más comunes tenían que ver con los olores. Los olores que salían de aquella casa, y que estaba unos cien metros de la carretera, llegaban hasta las afueras y parecían inundarlo todo. Eran olores que variaban de acuerdo a la hora. Pero todos coincidían en lo desagradables que eran.
A las seis de la mañana parecían olores a carne podrida, al mediodía a establos sin limpiar durante mucho tiempo, por las tardes como si fueran heridas abiertas y secas. Y por la noche apestaba a ropa podrida.
Aquellas cosas, como ya dijimos, muy pronto se diseminaron por todo el pueblo y las comunidades alrededor. Y lo peor de todo era que nadie parecía hacer nada al respecto.
—Allí –dijo Ubaldo Sánchez al escuchar como comentaba algo lo de las sombras— sucede algo muy, muy malo.
Y todos lo miraban, comprendiendo que el borracho decía la verdad, pero sin poder hacer más que los comentarios.
—¿Qué harías tú –le preguntó el tabernero— si pudieras hacer algo al respecto?
El hombre, totalmente alcoholizado, pero con la mirada perdida y con una luz de inteligencia allá en el fondo dijo, sin apartar la mirada de la oscuridad que entraba por la puerta abierta:
—Yo le echaría un galón de gasolina y después le prendería un fósforo. Y no sólo a la casa, sino a todos esos terrenos malditos.