Humberto Ezequiel Maldonado
entró al Ocotal, un pueblo pequeño y muy próspero por lo que se veía en sus
calles, de apenas mil habitantes. O al menos eso es lo que decía en el viejo
rótulo de metal pintarrajeado de verde que estaba a la derecha en la entrada
del pueblo.
La carretera, a pesar de ser
de tierra, estaba muy bien cuidada y La Toyota no tuvo ni un sólo tropiezo en
el camino. Se encontró, cuando entraba, con un par de hombres con ropas viejas,
sombreros sucios y botas de hule ir delante de un par de bueyes halando una
carreta. Los hombres levantaron la vista, le echaron un ojo y volvieron a mirar
hacia el suelo. Los bueyes, halando con vigor una carreta cargada de verduras,
ni siquiera se dignaron a mirarlo.
Más adelante, frente a la
plaza del pueblo (la típica plaza de pueblo con su iglesia, su casa comunal, y
su dispensario médico) unos ancianos de barbas blancas y piel curtida apenas si
le miraron.
Dejó el automóvil en uno de
los costados de la iglesia y con paso decidido fue hacia la entrada de ésta.
Por experiencia propia sabía que no hay mejor lugar que una iglesia para
escuchar las supersticiones del pueblo. Era martes al mediodía y la iglesia
estaba abierta.
Se detuvo en la puerta de la
iglesia y antes de entrar se volvió para echarle un ojo al pueblo desde allí.
Frente a él, el parque con unas cuantas bancas de cemento, más allá varias
casas de fachadas supuestamente modernas y una única casa de dos plantas, la de
arriba de madera y con balcón. Un cerro tupido de vegetación, pero con casas a
intervalos, subía por detrás de aquellas primeras. El cerro subía y terminaba
unos cuantos metros más arriba por una cima cubierta de altos y verdes pinos. A
la derecha el cerro descendía hasta juntarse con otra colina que era por donde
descendía la carretera y por donde había llegado hasta allí. A la izquierda el
cerro parecía descender un poco más abruptamente y otro surgía a sus espaldas.
El pueblo, entonces, estaba ubicado en una especie de hondonada. La calle de
tierra blanca, pasaba justo enfrente de la plaza y se perdía hacia su izquierda
en una curva.
Con respecto a las personas,
le pareció ver más de una docena diseminadas por aquí y por allá, además de los
dos ancianos sentados en la plaza. Había comercios con rótulos hechos a mano,
pero no parecían estar en funcionamiento. Una que otra pulpería eran los únicos
locales abiertos. Un pueblo verdaderamente pacífico, sin duda.
Se dio la vuelta y entró en la
ermita.
Lo primero que se encuentra
uno al entrar en una iglesia es un mural de madera cubierto de anuncios y en
este caso no hubo excepción. Allí estaban los típicos anuncios de bodas,
bautizos y primeras comuniones además de una que otra estampa en blanco y negro
de algún santo. La iglesia estaba dedicada a Francisco De Asís y se llamaba
Iglesia del Ocotal San Antonio de Padua.
Humberto no era muy religioso
y sus padres, cuando era pequeño lo habían bautizado en la fe católica, pero
sin consciencia de tal hecho no seguía al pie de la letra sus ideas. Sabía de
sus sacramentos, porque en su trabajo había aprendido que siempre la
superstición va de la mano con la religión, como una madre pequeña de aquella.
Así que conocía de todos los sacramentos e ideas filosóficas al respecto, pero
no las practicaba.
El olor a iglesia siempre le
había parecido una especie de bálsamo. No entendía porque, pero le agradaba. Además,
su relación con los religiosos siempre había sido cordial como si existiera
entre ellos una especie de puente que los llevaba hacia el mismo sitio. Quizás,
eso del olor, tenía que ver con, su bautizo de infante. Dicen que siempre se
guardan en la memoria los recuerdos mediante los olores. Quizás ese era el
caso.
Entró pues a la nave principal
de la iglesia. Había, en las últimas bancas, algunas personas sentadas y
aparentemente concentradas en sus oraciones. Quizás haciendo peticiones. El
ambiente estaba cargado de esa tenue luz que al igual que el olor parece ser
divisa de los templos católicos.
Avanzó con paso normal sobre
los enormes mosaicos del suelo. Era una iglesia sencilla donde bien acomodados
y con mucho cuidado cabrían, quizás, los mil habitantes del pueblo. Las largas
y oscuras bancas de madera estaban distribuidas como siempre, en dos líneas
desde la entrada hasta la primera grada del altar, sonde lucía un Cristo de
cuerpo entero. Habría allí unas cuarenta bancas de unos seis metros de largo
cada una. Los techos eran altos, pero no tanto como los de las catedrales.
Había hasta un palco, sobre la entrada, quizás para el coro.
Humberto avanzó despacio hacia
el altar donde un muchacho de unos quince años trapeaba el piso.
—Buenos días –saludó Humberto
tratando de que su voz no sonara tan alta.
El sacristán se detuvo y le
miró con ojos inquisidores.
—¿Está el padre?
—No, no está. Salió.
Y siguió trapeando.
—¿A qué hora le puedo
encontrar? –insistió Humberto.
—Es probable que vuelva pronto
–dijo el muchacho sin mirarlo y sin dejar de darle al trapeador—, iba a donde
su padre que parece está algo enfermo.
Ese dato era interesante,
además el muchacho parecía hablar de más y sin motivo.
—¿Vive aquí su padre?
—Sí, él es de aquí. De la
familia Moncada.
—Ah, ya.
Ese apellido le sonaba de
algo. Lo apuntó mentalmente, le dio las gracias al sacristán y se volvió hacia
la salida. Después de todo no estaba tan mal su ida al pueblo.
***
Las llaves, todas funcionaban
muy bien y las puertas se fueron abriendo una a una, lo que si era bastante
incómodo era el calor generado por aquel maldito traje de aluminio. Pero
trabajo era trabajo y tenía que hacerse de acuerdo a las normas.
Carlos Eduardo, había abierto
la puerta principal de la casa cuyo llamador era de esos que solo en las
películas de terror se veían. Parecía representar la cabeza de un león rugiendo
o algo así. Pero lo que le interesaba a él era entrar de inmediato con su
maleta de instrumentos. No había podido con todos, pero volvería y echaría otro
viaje.
Entró con el manojo de llaves
en una mano y con la maleta en la otra. Cerró a sus espaldas para evitar que
alguna suave brisa agitara el ambiente.
Le pareció al entrar en el
recinto que aquello estaba algo oscuro, pero no podía encender las luces. Era
otra de las normas de los Investigadores Paranormales. Mientras menos se
utilizaran las corrientes magnéticas mejor. El traje de aluminio era completo
de pies a la cabeza y parecía hecho de papel aluminio, pero en realidad era
hecho de una sustancia sintética y forrado por la parte exterior con una suave
capa de aluminio, quizás era pintura de aluminio. Vaya a saber uno las nuevas
tecnologías.
Al entrar lo primero que sus
ojos vieron fue una especie de pasillo de unos seis metros de largo y unos
cuatro de ancho. Había unas macetas a ambos lados del pasillo, pero parecían
que desde hacía mucho tiempo no contenían ninguna planta viva en su interior.
Al fondo, estaba una pared y sobre la pared colgaba un cuadro donde aparecía un
hombre montado a caballo. Miró hacia el techo, era de madera, quizás machimbre.
Era alto y tenía lámparas en agujeros muy redonditos.
—Estos ricos –dijo para sí
mismo y le pareció que su propia voz se veía amortiguada por la tela especial
del traje.
Para cubrirse la cabeza, el
traje, tenía una especie de visera parecida a la que utilizan las personas que
trabajan con abejas en los apiarios. Lo que le permitía tener una visión de
unos doscientos grados hacia el frente.
Avanzó con las llaves en las
manos y la maleta de sensores en la otra. Llegó hasta el final del corto
pasillo y se detuvo justo enfrente de la enorme pintura. Leyó el nombre del
autor y le pareció leer: M. A. Landa. 1967. Una pintura de hacía más de diez
años. Nada del otro mundo y además de un pintor desconocido.
—¡Hola! –saludó al tipo
montado en el caballo.
Como es normal, dicho tipo no
le contestó.
Miró hacia la derecha y vio
otro pasillo más largo y puertas, varias puertas. Miró hacia la izquierda y más
puertas y una especie de abertura, casi al fondo, hacia otro pasillo. Tomó la
de la izquierda hasta llegar al final del pasillo donde se abría otra especie
de pasillo. En las paredes de ambos lados había más cuadros. Paisajes en su
mayoría donde sobresalía, como siempre, una iglesia de torres altas y blancas.
Muchos eran de un río y de bosques verdes y blancos.
Al fondo del pasillo donde
supuestamente estaba otro pasillo a su derecha lo que había era una habitación
amplia y a su derecha, al fondo, otro pasillo que parecía dar a una salita.
Aquella supuesta habitación era la cocina, lo supo porque justo en una esquina
estaba una enorme estufa de color gris y sobre ella una alacena con varias
puertas. En el centro había una mesa de comedor. Así que era cocina y comedor.
Allí, sobre una esquina,
colocó la maleta y cuando se agachaba para realizar esta simple actividad le
pareció escuchara a su derecha un ruido. Un ruido que duró apenas menos de un
segundo. Era un ruido extraño. Lo comparó con el de un aplauso. Si claramente
había sido una especie de choque entre dos palmas. Se incorporó y miró hacia
donde supuestamente había sido producido tal ruido.
Dejó la maleta con los
sensores donde la había colocado y avanzó hacia allá. Hacia lo que parecía una
salita.
Una de las normas no escritas
de las Agencia de Investigaciones Paranormales era el no tener miedo nunca. Y
aunque hasta la fecha no se habían enfrentado a nada verdaderamente paranormal,
nunca habían sentido, lo que comenzó a sentir en aquel momento él: una especie
de sensación de estar siendo observado por alguien o algo. Miró con nerviosismo
hacia todos lados y la sensación, en vez de disminuir, aumentó.
Una gotita muy fina de sudor
descendió maliciosamente desde la frente hasta su cuello pasando por un lado de
su oreja izquierda.
—¡Hola! –dijo y su voz le
pareció demasiado de otro: lejana y algo temblorosa.
Quizás, después de todo, no
había sido buena idea entrar a aquella casa solo. Pero, además, era de día ¿No?
¿Qué cosa del otro mundo puede aparecer en pleno día?
Se asomó a lo que parecía una
salita de espera o algo parecido. Como lo demás, todo estaba sumido en una
semipenumbra. En la supuesta salita había varios muebles diseminados aquí y
allá: cuatro muebles de los grandes para sentarse, una mesita de centro, varias
mesitas como para café pegadas junto a las ventanas. Y sobre las paredes, más
de aquellos cuadros firmados por el mismo artista: M. A. Landa y varias fechas
en cada uno de ellos. Ninguna planta en el recinto.
Había, además de las dos
ventanas tapadas en aquel momento por sendas cortinas oscuras que llegaban al
suelo, dos puertas más. Una estaba justo en el centro, en medio de las dos
ventanas y seguramente llevaba a la parte trasera de la casa, y la otra, justo
enfrente a la puerta que de la cocina daba a la sala. Estaba allí, con su hoja
cerrada y su pomo brillante y era de color blanco.
La sensación de estar siendo
observado continuaba allí. Y parecía más intensa.
—¡Hola! –volvió a decir con la
voz algo quebrada.
Nada. El silencio total, pero
la sensación rodeándolo por completo.
Respiró hondo, cerró los ojos
y los volvió a abrir de inmediato. Fue allí cuando captó un movimiento rápido y
extraño en la comisura del ojo derecho. Como si algo se hubiera deslizado
rápidamente por la pared que tenía en aquel lado. Se volvió de inmediato a
mirarla, pero allí no había nada.
Miró hacia arriba, hacia
abajo, hacia los dos lados. Nada. Allí no había más que una simple pared de
color hueso.
Trató de descubrir algo más
con la mirada, pero no pudo distinguir nada. Si por lo menos pudiera encender
las luces.
Recordó, gracias a lo de las
luces, que tenía los sensores en la maleta y se volvió de inmediato tratando de
olvidar la sensación de que algo lo estaba observando. Dio vuelta a sus pasos
buscó la maleta con la mirada.
La sensación de irrealidad y
de repelús reptó sobre su piel poniéndole los pelitos de punta. Allí, donde
había dejado la maleta con los sensores no había nada. Sintió que las piernas
se le doblaban. Allí, en realidad, estaba ocurriendo algo. Algo muy feo.
“Un día de estos te vas a
volver loco –le había sentenciado la tía que lo había criado—. Ese trabajo tuyo
no es del Señor. No Señor. Eso es más de gente que le gusta andar con el malo”.
Justo ahora pensaba que
quizás, otro trabajo hubiera sido mejor.
Avanzó hacia la cocina comedor
sintiendo que las piernas se le doblaban peligrosamente. Llevaba el manojo de
llaves en las manos y las sentía pegajosas y muy frías, como si hubieran estado
metidas en una refrigeradora.
Respiró hondo dentro del traje
metálico y se preguntó qué hacer a continuación. No podía seguir allí adentro
si no tenía los sensores. Era tiempo perdido. Sin duda. Así que la decisión era
fácil: salir de allí e ir a la tienda, esperar a Humberto y contarle todo lo
sucedido. Conociendo como conocía a su jefe, éste se emocionaría hasta el
orgasmo.
Llegó hasta la cocina comedor
como pudo porque a cada paso sentía los pies demasiado pesados. Giró hacia la
izquierda y sudando, ahora mucho, sintió que el frío ya no estaba sólo en las
llaves, sino detrás de él. En su columna y luego subía por toda la espalda.
Allí había algo y no era nada bueno. Se podía sentir su maldad en el aire.
Dio un par de pasos más antes
de darse cuenta que algo, esta vez sí lo vio con mayor claridad, caminaba junto
a él, a su derecha. Era una sombra muy oscura. Y no, no era su propia sombra
porque allí adentro no había ni una sola luz encendida y mucho menos pensar en
la luz del sol cuando todas las ventanas estaban cerradas y cubiertas por
gruesas cortinas.
—Dios, mío. Ayúdame –gimió
bajo la máscara.
Pero el pasillo hacia la
puerta le parecía tan lejano. Quizás a un kilómetro de distancia. Quizás un
poco más. Quizás nunca llegaría a allá.
JA, JA, JA, JAAAAA
La carcajada venía de su
derecha, de la sombra a la cual no quería ver de frente porque estaba seguro
que se moriría de terror. La presencia, ahora parecía estar metiéndose dentro
de su cuerpo. Sentía frío. Quizás era el frío de la muerte. Quizás iba a morir
dentro de poco. Quizás nunca debió aceptar un trabajo tan raro.
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