miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 3





“Venga a mi casa y le contaré todo”
Eso le había dicho la voz del otro lado el teléfono.
Con la esperanza, pues, que en esta ocasión fuera de verdad, Humberto Maldonado, el famoso investigador de lo paranormal enfiló con rumbo a la dirección indicada, aquel lunes doce de marzo de mil novecientos setenta y nueve.
“Llevó todo –hizo un inventario mental de toda la artillería pesada—: la brújula, cámara fotográfica y de video, un aparato de radio común, grabadora, la linterna modificada, la cámara infrarroja o IR, el detector de calor, los sensores de movimientos y de luz infrarroja, el medidor de frecuencias electromagnéticas o MFE, el Spiricom para comunicarse con los espíritus del otro lado… todo, lo llevo todo. Y por supuesto mi libreta de apuntes”.
Todo aquel equipo y mucho más lo había adquirido con la idea de estar listo, lo mejor posible para cuando le tocara enfrentarse, de verdad, a un espíritu del otro lado. Hasta el momento todos los espíritus habían sido del más acá.
“¿Habrán llamado del hospital?” se preguntó.
El último caso había sido el de un hospital especializado en la atención infantil. Y ese caso, casi, había sido paranormal.
“Todas las noches –le había dicho la jefa de enfermeras— se siente un frío glacial en el pasillo del ala B. Muchas enfermeras lo han sentido y han asegurado que algo las observa. O por lo menos que se han sentido observadas. Muchas han renunciado y tememos que ya nadie más quiera venir a atender a los pequeños debido a la fama del ala B que es donde tenemos a los pequeños con cáncer”
Así que, emocionado, también, se había acercado al lugar. El hospital quedaba justo a la par del conocido como Hospital Escuela. Al hospital de niños le llamaban Materno Infantil. Y era un edificio muy completo en cuanto a atención a los pequeños. Por aquellas épocas no había tantas cosas como ahora y la gente se dedicaba por entero a lo suyo. Y lo suyo era trabajar en lo que tenía que trabajar.
Para dicho trabajo, y porque Carlos estaba ocupado en otro caso, se había llevado a Martha Evangelina.
Martha Evangelina era, si era sincero, la segunda en el equipo de trabajo. La había contratado por que la mujer, tenía unas dotes excepcionales para captar cosas del ambiente. Su intuición era muy fuerte y además no era tan fea si se le miraba de costado. Con esto jugaban todos, eso de verse de perfil les agenciaba, a todos, cierta belleza.
Apenas habían entrado a la sala B, en el tercer piso del Materno Infantil, Martha captó algo. Se detuvo e hizo detener a Humberto con una señal.
—Aquí hay algo –había dicho palpando la pared de la derecha con la palma de la mano abierta y luego arrastrándola por el pasillo.
Humberto, que había conocido a Martha en una conferencia de fenómenos paranormal y de inmediato habían congeniado, comprendía que cuando ella decía aquí hay algo, era porque lo había captado con esos sentidos que no tienen nada de físicos y son más un bagaje de la intuición. La mujer, de veintiocho años de edad, era hija de una familia con mucho dinero y de un apellido que en sus tiempos había dominado el ambiente financiero del país, pero ella, además de ser una excelente arquitecta prefería, o, mejor dicho, se apasionaba, dedicarse a investigar lo del otro lado. De inmediato habían congeniado. Y poco a poco, como en el caso de Carlos, había comenzado a trabajar para la agencia de investigaciones paranormales.
Lo del hospital, entonces, había quedado a cargo de Martha Evangelina porque a pesar de que mostraba muchos signos de ser en verdad un caso del otro lado, no era tan atractivo como lo que le había pintado el señor Landa por teléfono.

***
Cuando tomaba un caso, Humberto, siempre hacía las preguntas de rigor: lugar, tiempo de inicio de los fenómenos, frecuencia… y por lo general decidía si tomarlo o dejarlo. Pero en esta ocasión, al notar que aquello si pintaba para ser algo del otro lado hizo otras preguntas, las cuales fueron contestadas con mucha claridad y sin titubeos.
—¿Cuál cree usted que es el motivo por el cuál su hermana no puede descansar en paz?
El señor Esteban José Landa Perdomo le había invitado a pasar a su elegante casa y después como la cosa más natural del mundo lo había llevado a una terraza muy alta desde donde se podía ver toda la ciudad de Tegucigalpa allá abajo. Por lo visto era otro millonario con problemas de fantasmas.
—A usted le puedo contar todo –dijo en tono cansado mientras jugueteaba con un par de trozos de hielo en el fondo de un vaso del cual acababa de apurar el contenido—, pero necesito saber si tomará el caso antes.
Humberto miró su propio vaso y luego soltó el lápiz que tenía listo sobre la libreta de apuntes. No, ya no usaba la camiseta de Archie, pero tampoco se vestía como un hombre elegante y los métodos siempre eran los mismos, aunque perfeccionados. Ahora las libretas eran más que para apuntar palabras sueltas.
—Lo tomaré –dijo sin vacilación y volvió a tomar el lápiz para escribir lo que hubiera de escribirse.
—En ese caso le cuento todo de manera resumida.
Era lunes y hacía un fresco delicioso en la ladera de aquel cerro, pero a medida que el relato fue avanzando, Humberto fue sintiendo esa espinita de los primeros tiempos en los cuales todo caso parecía ser un caso paranormal.
—Nacimos aquí en Tegucigalpa en los años treinta –comenzó el hombre con tono cansino— y digo nacimos porque mi padre, que en paz descanse y mi hermana, que ojalá estuviera descansando en paz también, nos consideramos siempre capitalinos, aunque, después de la muerte de mi madre, apenas nació mi hermana, mi padre nos llevó a vivir al Ocotal.
El Ocotal, en la actualidad es un pueblo bastante activo, pero en aquellas épocas, como la mayoría de los pueblos en Honduras, era una simple aldea. Allá crecimos y mi padre era feliz teniéndonos, o mejor dicho dedicándose a mi hermana y a mí para criarnos de la mejor manera posible –los ojos claros del hombre parecían mirar a la distancia como si con aquel gesto estuviera trayendo recuerdos felices y dolorosos al presente—, pero era mi hermana, lo que se dice la niña de sus ojos. Al morir mi madre, mi padre, veía en Azucena, una prolongación de aquella. Todo lo que quería Azucena, mi padre se lo proporcionaba sin cuestionar. Así que cuando mi hermana le pidió que la dejara asistir a la escuela pública del pueblo, escuela que había sido fundada por mi abuelo, se le resistió unos cuantos días, pero al final cedió, como siempre. En esa aventura, así le digo yo, porque no había necesidad debido a que teníamos nuestros maestros particulares, me arrastró también a mí. Y fue allí, cuando éramos aún unos niños, cuando comenzó todo… —pareció tratar de ordenar sus ideas—. Conoció a un muchacho llamado Carlos Antonio Moncada y se enamoró de él. Ese amor, mientras crecíamos, fue aumentando y a pesar de los intentos de mi padre por alejarlo de él, más crecía. Los separó dos veces, supuestamente con la intención de que mi hermana lo olvidara. Fue lo contrario.
En mil novecientos treinta y cinco, creo o por esas épocas, nos mandó a estudiar a Tegucigalpa y cuando ella cumplió quince años la mandó a Italia donde yo ya estaba estudiando. El amor de mi hermana por Antonio, en vez de disminuir, aumentó a pesar de la distancia. Allá estuvo cinco años y según mi padre eso era suficiente para que lo olvidara.
No lo olvidó y, además, lo supe después, además de aumentar su amor por él, mi hermana en un viaje a Inglaterra conoció la brujería. Aprendió brujería… —aquí se frenaba un poco y parecía atormentado por los recuerdos—. Cuando regresó a Honduras, venía totalmente cambiada.
Traía de su viaje, además de una carrera prometedora, muchos libros de brujería. Volvió a encontrarse con su enamorado, mi padre seguía en contra de esas relaciones, pero nada pudo hacer al respecto, hasta el punto de amenazar a Antonio con la muerte. Ante esto, mi hermana y su enamorado decidieron vivir aparte y construyeron una cabaña en la parte más alejada de los terrenos de mi padre.
En mil novecientos cincuenta, cuando mi hermana tenía veinte años y acababa de regresar de Europa, Antonio tenía veintidós años y seguía más enamorado que nunca de mi hermana. Pero ese amor no duró mucho, alguien mató a Antonio y se acusó a mi padre de haberlo hecho.
Después de la muerte de Antonio, mi hermana cambió radicalmente. De alguna manera se descubrió quien había sido el verdadero asesino y mi padre quedó libre, pero mi hermana, como ya le he dicho, jamás volvió a ser la misma. Regresó a la casa de mi padre, se dedicó a seguir pintando…
En ese momento el relato de don Esteban se interrumpía y le pedía a Humberto que lo siguiera. El investigador, con la libreta en mano, lo siguió hasta un salón estudio muy amplio donde los libros y las pinturas en las paredes eran las más abundantes.
—Ella era mi hermana –le dijo al investigador señalando hacia un cuadro de unos dos metros de alto por dos de ancho—. Ese cuadro lo pintó ella misma.
Humberto miró el cuadro y descubrió que era una verdadera obra de arte. En el cuadro, una mujer sentada sobre una silla de corte moderno, de frente, miraba hacia adelante. Vestía un vestido completamente blanco que le cubría desde el cuello hasta las rodillas. Sus manos, reposaban elegantemente sobre la mesa, entrelazadas, pero lo que más inquietaba de dicho cuadro era la mirada. La mujer, en verdad, había sido muy hermosa, per sus ojos grises parecían hechizar más que toda su estructura física.
—Era muy hermosa –comentó Humberto no pudiendo evitarlo.
—Sí –fue lo único que dijo y después le pidió al investigador que le siguiera de nuevo a la terraza.
De regreso en la terraza y vueltos a sentar en el mismo sitio de antes, don Esteban Landa continuó su relato.
—Pintó muchos cuadros los cuales en su época fueron muy famosos y muchos de ellos se cotizan hoy en día por muchos miles de lempiras… muchos de esos cuadros aún continúan guardados en la Casona.
—¿La Casona?
—Así le llamamos a la casa donde vivíamos y que está en El Ocotal. Y es justamente donde se encuentra el alma de mi hermana prisionera. O no sé cómo llamarle a eso… bueno, el caso es que mi hermana murió en mil novecientos setenta y uno a la edad de cuarenta y un años allí mismo, en La Casona. Y desde entonces, la casa ha sido inhabitable. Su espíritu ronda por toda ella y…
—¿Qué tipo de brujería sabía su hermana? –lo interrumpió Humberto.
—¿No entiendo? ¿Hay tipos de brujería?
—Así es… pero se las podría resumir de dos tipos: las que se usan para hacer el bien y las que se usan para hacer el mal.
Se quedó pensativo por unos segundos mirando hacia el techo.
—Pues yo diría que la brujería de mi hermana era inofensiva. Que yo sepa nunca le hizo mal a nadie… aunque en el pueblo se hablaba de cosas…
—¿Cosas como qué?
—No sé cómo explicarlo… creo que sería mejor que preguntara en el pueblo. Lo único que puedo decirle es que muchos hablan de una especie de animal blanco que se paseaba por los alrededores del pueblo en noches de luna llena…
Por la mente de Humberto pasaron caso anterior a ese donde los protagonistas eran animales fantásticos y no se le ocurrieron más nombres que cadejos, hombres lobos, sisimites, y cosas así.
—Me interesa tomar el caso –repitió el investigador recordando aquella mirada gris entre triste y profunda como si guardara un gran secreto.
—Le agradecería mucho que… le ayude a mi hermana. Usted dirá los honorarios.
—Con respecto a eso, los cobró hasta que está realizado el trabajo. No se preocupe por eso. Le prometo que solucionaré el problema…
—Ojalá… no quiero que el alma de mi hermana siga penando.
—En primer lugar, necesito el acceso total a la casa: llaves, si hay algún encargado del lugar, alcances de la propiedad… porque a veces los espíritus se limitan a vagar por toda la propiedad y no sólo al objeto dentro de la propiedad.
—Le entiendo, pero… si es así tendrá mucho trabajo, porque la propiedad que nos heredó mi abuelo es una de las más extensas de la zona. Si no me equivoco son varios cienes de manzanas de terreno…
—Oh, sí es grande…

***

La Casona, según su dueño, estaba ubicada a cinco kilómetros de Tegucigalpa y estaba justamente a un lado de la carretera mal llamada Panamericana. Dicha carretera era relativamente nueva en el sentido de la modernidad, pues hasta inicios de los setenta se había pavimentado. Por aquella época, la carretera subía justo por El Ocotal y luego pasaba a menos de un kilómetro del pueblo con lo cual sus habitantes habían progresado mucho. Progreso que se vería minado en los años ochenta al redirigir la carretera hacia su antiguo tránsito.
Casi todos los trabajos de la AIP (Agencia de Investigaciones Paranormales), se realizaban en pocos días, como máximo una semana, pero a Humberto le parecía que este trabajo llevaría un poco más de tiempo. Al llegar a la casa de la familia Landa había pensado en un trabajo rápido, pero ahora al haberlo escuchado tenía sus dudas al respecto.
Había tres fases en el desarrollo de una investigación y eso, al final les había enseñado a ahorrar muchísimo tiempo:
Primero escuchar el caso. Segundo, Investigación bibliográfica, y por último realizar la investigación.
Humberto ya tenía el primer paso, ahora iba al segundo. Éste segundo paso consistía en ir a las bibliotecas públicas, hemerotecas y demás donde se pudiera adquirir información. Llevaba algunos apuntes importantes y comenzaría de inmediato a recopilar la información. La información les hacía poderosos y no iban a ciegas. Quizás en eso se diferenciaban con respecto a la mayoría de agencias que parecían comenzar a proliferar en el país. Ellos siempre llevaban la delantera.
Enfiló, entonces, el rumbo hacia la biblioteca nacional donde tenía un pase libre a todas sus dependencias debido a la resolución de un caso justamente en favor del director general de dicho centro. Al verlo llegar, la bibliotecaria le saludó:
—Buenos días, señor Maldonado. ¿La mesa de siempre?
—Sí, gracias, Elisabeth.
Allí, rodeado de tanto documento se sentía en el lugar de los recuerdos del todo el país pues tenían todos los diarios habidos y por haber de todo el país ordenados de tal forma que, con sólo tener el año, o la fecha segura, podía obtener valiosísima información.
Se sentó en la mesa de trabajo de siempre, colocó su maletín de documentos a un lado y tronándose los dedos como si fuera a acometer una pelea y no una investigación netamente teórica, se sentó y le dijo a la bibliotecaria:
—Voy a trabajar con los datos de mil novecientos cincuenta.

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