“Venga a mi casa y le contaré
todo”
Eso le había dicho la voz del
otro lado el teléfono.
Con la esperanza, pues, que en
esta ocasión fuera de verdad, Humberto Maldonado, el famoso investigador de lo
paranormal enfiló con rumbo a la dirección indicada, aquel lunes doce de marzo
de mil novecientos setenta y nueve.
“Llevó todo –hizo un
inventario mental de toda la artillería pesada—: la brújula, cámara fotográfica
y de video, un aparato de radio común, grabadora, la linterna modificada, la
cámara infrarroja o IR, el detector de calor, los sensores de movimientos y de
luz infrarroja, el medidor de frecuencias electromagnéticas o MFE, el Spiricom
para comunicarse con los espíritus del otro lado… todo, lo llevo todo. Y por
supuesto mi libreta de apuntes”.
Todo aquel equipo y mucho más
lo había adquirido con la idea de estar listo, lo mejor posible para cuando le
tocara enfrentarse, de verdad, a un espíritu del otro lado. Hasta el momento
todos los espíritus habían sido del más acá.
“¿Habrán llamado del
hospital?” se preguntó.
El último caso había sido el
de un hospital especializado en la atención infantil. Y ese caso, casi, había
sido paranormal.
“Todas las noches –le había
dicho la jefa de enfermeras— se siente un frío glacial en el pasillo del ala B.
Muchas enfermeras lo han sentido y han asegurado que algo las observa. O por lo
menos que se han sentido observadas. Muchas han renunciado y tememos que ya
nadie más quiera venir a atender a los pequeños debido a la fama del ala B que
es donde tenemos a los pequeños con cáncer”
Así que, emocionado, también,
se había acercado al lugar. El hospital quedaba justo a la par del conocido
como Hospital Escuela. Al hospital de niños le llamaban Materno Infantil. Y era
un edificio muy completo en cuanto a atención a los pequeños. Por aquellas
épocas no había tantas cosas como ahora y la gente se dedicaba por entero a lo
suyo. Y lo suyo era trabajar en lo que tenía que trabajar.
Para dicho trabajo, y porque
Carlos estaba ocupado en otro caso, se había llevado a Martha Evangelina.
Martha Evangelina era, si era
sincero, la segunda en el equipo de trabajo. La había contratado por que la
mujer, tenía unas dotes excepcionales para captar cosas del ambiente. Su
intuición era muy fuerte y además no era tan fea si se le miraba de costado.
Con esto jugaban todos, eso de verse de perfil les agenciaba, a todos, cierta
belleza.
Apenas habían entrado a la
sala B, en el tercer piso del Materno Infantil, Martha captó algo. Se detuvo e
hizo detener a Humberto con una señal.
—Aquí hay algo –había dicho
palpando la pared de la derecha con la palma de la mano abierta y luego
arrastrándola por el pasillo.
Humberto, que había conocido a
Martha en una conferencia de fenómenos paranormal y de inmediato habían
congeniado, comprendía que cuando ella decía aquí hay algo, era porque lo había
captado con esos sentidos que no tienen nada de físicos y son más un bagaje de
la intuición. La mujer, de veintiocho años de edad, era hija de una familia con
mucho dinero y de un apellido que en sus tiempos había dominado el ambiente
financiero del país, pero ella, además de ser una excelente arquitecta
prefería, o, mejor dicho, se apasionaba, dedicarse a investigar lo del otro
lado. De inmediato habían congeniado. Y poco a poco, como en el caso de Carlos,
había comenzado a trabajar para la agencia de investigaciones paranormales.
Lo del hospital, entonces,
había quedado a cargo de Martha Evangelina porque a pesar de que mostraba
muchos signos de ser en verdad un caso del otro lado, no era tan atractivo como
lo que le había pintado el señor Landa por teléfono.
***
Cuando tomaba un caso,
Humberto, siempre hacía las preguntas de rigor: lugar, tiempo de inicio de los
fenómenos, frecuencia… y por lo general decidía si tomarlo o dejarlo. Pero en
esta ocasión, al notar que aquello si pintaba para ser algo del otro lado hizo
otras preguntas, las cuales fueron contestadas con mucha claridad y sin
titubeos.
—¿Cuál cree usted que es el
motivo por el cuál su hermana no puede descansar en paz?
El señor Esteban José Landa
Perdomo le había invitado a pasar a su elegante casa y después como la cosa más
natural del mundo lo había llevado a una terraza muy alta desde donde se podía
ver toda la ciudad de Tegucigalpa allá abajo. Por lo visto era otro millonario
con problemas de fantasmas.
—A usted le puedo contar todo
–dijo en tono cansado mientras jugueteaba con un par de trozos de hielo en el
fondo de un vaso del cual acababa de apurar el contenido—, pero necesito saber
si tomará el caso antes.
Humberto miró su propio vaso y
luego soltó el lápiz que tenía listo sobre la libreta de apuntes. No, ya no
usaba la camiseta de Archie, pero tampoco se vestía como un hombre elegante y
los métodos siempre eran los mismos, aunque perfeccionados. Ahora las libretas
eran más que para apuntar palabras sueltas.
—Lo tomaré –dijo sin
vacilación y volvió a tomar el lápiz para escribir lo que hubiera de
escribirse.
—En ese caso le cuento todo de
manera resumida.
Era lunes y hacía un fresco
delicioso en la ladera de aquel cerro, pero a medida que el relato fue
avanzando, Humberto fue sintiendo esa espinita de los primeros tiempos en los
cuales todo caso parecía ser un caso paranormal.
—Nacimos aquí en Tegucigalpa
en los años treinta –comenzó el hombre con tono cansino— y digo nacimos porque
mi padre, que en paz descanse y mi hermana, que ojalá estuviera descansando en
paz también, nos consideramos siempre capitalinos, aunque, después de la muerte
de mi madre, apenas nació mi hermana, mi padre nos llevó a vivir al Ocotal.
El Ocotal, en la actualidad es
un pueblo bastante activo, pero en aquellas épocas, como la mayoría de los
pueblos en Honduras, era una simple aldea. Allá crecimos y mi padre era feliz
teniéndonos, o mejor dicho dedicándose a mi hermana y a mí para criarnos de la
mejor manera posible –los ojos claros del hombre parecían mirar a la distancia como
si con aquel gesto estuviera trayendo recuerdos felices y dolorosos al presente—,
pero era mi hermana, lo que se dice la niña de sus ojos. Al morir mi madre, mi
padre, veía en Azucena, una prolongación de aquella. Todo lo que quería
Azucena, mi padre se lo proporcionaba sin cuestionar. Así que cuando mi hermana
le pidió que la dejara asistir a la escuela pública del pueblo, escuela que
había sido fundada por mi abuelo, se le resistió unos cuantos días, pero al
final cedió, como siempre. En esa aventura, así le digo yo, porque no había
necesidad debido a que teníamos nuestros maestros particulares, me arrastró
también a mí. Y fue allí, cuando éramos aún unos niños, cuando comenzó todo… —pareció
tratar de ordenar sus ideas—. Conoció a un muchacho llamado Carlos Antonio
Moncada y se enamoró de él. Ese amor, mientras crecíamos, fue aumentando y a
pesar de los intentos de mi padre por alejarlo de él, más crecía. Los separó
dos veces, supuestamente con la intención de que mi hermana lo olvidara. Fue lo
contrario.
En mil novecientos treinta y
cinco, creo o por esas épocas, nos mandó a estudiar a Tegucigalpa y cuando ella
cumplió quince años la mandó a Italia donde yo ya estaba estudiando. El amor de
mi hermana por Antonio, en vez de disminuir, aumentó a pesar de la distancia.
Allá estuvo cinco años y según mi padre eso era suficiente para que lo
olvidara.
No lo olvidó y, además, lo
supe después, además de aumentar su amor por él, mi hermana en un viaje a
Inglaterra conoció la brujería. Aprendió brujería… —aquí se frenaba un poco y
parecía atormentado por los recuerdos—. Cuando regresó a Honduras, venía
totalmente cambiada.
Traía de su viaje, además de
una carrera prometedora, muchos libros de brujería. Volvió a encontrarse con su
enamorado, mi padre seguía en contra de esas relaciones, pero nada pudo hacer
al respecto, hasta el punto de amenazar a Antonio con la muerte. Ante esto, mi
hermana y su enamorado decidieron vivir aparte y construyeron una cabaña en la
parte más alejada de los terrenos de mi padre.
En mil novecientos cincuenta,
cuando mi hermana tenía veinte años y acababa de regresar de Europa, Antonio
tenía veintidós años y seguía más enamorado que nunca de mi hermana. Pero ese
amor no duró mucho, alguien mató a Antonio y se acusó a mi padre de haberlo hecho.
Después de la muerte de
Antonio, mi hermana cambió radicalmente. De alguna manera se descubrió quien
había sido el verdadero asesino y mi padre quedó libre, pero mi hermana, como
ya le he dicho, jamás volvió a ser la misma. Regresó a la casa de mi padre, se
dedicó a seguir pintando…
En ese momento el relato de
don Esteban se interrumpía y le pedía a Humberto que lo siguiera. El
investigador, con la libreta en mano, lo siguió hasta un salón estudio muy
amplio donde los libros y las pinturas en las paredes eran las más abundantes.
—Ella era mi hermana –le dijo
al investigador señalando hacia un cuadro de unos dos metros de alto por dos de
ancho—. Ese cuadro lo pintó ella misma.
Humberto miró el cuadro y
descubrió que era una verdadera obra de arte. En el cuadro, una mujer sentada
sobre una silla de corte moderno, de frente, miraba hacia adelante. Vestía un
vestido completamente blanco que le cubría desde el cuello hasta las rodillas.
Sus manos, reposaban elegantemente sobre la mesa, entrelazadas, pero lo que más
inquietaba de dicho cuadro era la mirada. La mujer, en verdad, había sido muy
hermosa, per sus ojos grises parecían hechizar más que toda su estructura
física.
—Era muy hermosa –comentó
Humberto no pudiendo evitarlo.
—Sí –fue lo único que dijo y después
le pidió al investigador que le siguiera de nuevo a la terraza.
De regreso en la terraza y
vueltos a sentar en el mismo sitio de antes, don Esteban Landa continuó su
relato.
—Pintó muchos cuadros los
cuales en su época fueron muy famosos y muchos de ellos se cotizan hoy en día
por muchos miles de lempiras… muchos de esos cuadros aún continúan guardados en
la Casona.
—¿La Casona?
—Así le llamamos a la casa
donde vivíamos y que está en El Ocotal. Y es justamente donde se encuentra el
alma de mi hermana prisionera. O no sé cómo llamarle a eso… bueno, el caso es
que mi hermana murió en mil novecientos setenta y uno a la edad de cuarenta y
un años allí mismo, en La Casona. Y desde entonces, la casa ha sido
inhabitable. Su espíritu ronda por toda ella y…
—¿Qué tipo de brujería sabía
su hermana? –lo interrumpió Humberto.
—¿No entiendo? ¿Hay tipos de
brujería?
—Así es… pero se las podría
resumir de dos tipos: las que se usan para hacer el bien y las que se usan para
hacer el mal.
Se quedó pensativo por unos segundos
mirando hacia el techo.
—Pues yo diría que la brujería
de mi hermana era inofensiva. Que yo sepa nunca le hizo mal a nadie… aunque en
el pueblo se hablaba de cosas…
—¿Cosas como qué?
—No sé cómo explicarlo… creo
que sería mejor que preguntara en el pueblo. Lo único que puedo decirle es que
muchos hablan de una especie de animal blanco que se paseaba por los
alrededores del pueblo en noches de luna llena…
Por la mente de Humberto
pasaron caso anterior a ese donde los protagonistas eran animales fantásticos y
no se le ocurrieron más nombres que cadejos, hombres lobos, sisimites, y cosas
así.
—Me interesa tomar el caso
–repitió el investigador recordando aquella mirada gris entre triste y profunda
como si guardara un gran secreto.
—Le agradecería mucho que… le
ayude a mi hermana. Usted dirá los honorarios.
—Con respecto a eso, los cobró
hasta que está realizado el trabajo. No se preocupe por eso. Le prometo que
solucionaré el problema…
—Ojalá… no quiero que el alma
de mi hermana siga penando.
—En primer lugar, necesito el
acceso total a la casa: llaves, si hay algún encargado del lugar, alcances de
la propiedad… porque a veces los espíritus se limitan a vagar por toda la
propiedad y no sólo al objeto dentro de la propiedad.
—Le entiendo, pero… si es así
tendrá mucho trabajo, porque la propiedad que nos heredó mi abuelo es una de
las más extensas de la zona. Si no me equivoco son varios cienes de manzanas de
terreno…
—Oh, sí es grande…
***
La Casona, según su dueño,
estaba ubicada a cinco kilómetros de Tegucigalpa y estaba justamente a un lado
de la carretera mal llamada Panamericana. Dicha carretera era relativamente
nueva en el sentido de la modernidad, pues hasta inicios de los setenta se
había pavimentado. Por aquella época, la carretera subía justo por El Ocotal y
luego pasaba a menos de un kilómetro del pueblo con lo cual sus habitantes
habían progresado mucho. Progreso que se vería minado en los años ochenta al
redirigir la carretera hacia su antiguo tránsito.
Casi todos los trabajos de la
AIP (Agencia de Investigaciones Paranormales), se realizaban en pocos días,
como máximo una semana, pero a Humberto le parecía que este trabajo llevaría un
poco más de tiempo. Al llegar a la casa de la familia Landa había pensado en un
trabajo rápido, pero ahora al haberlo escuchado tenía sus dudas al respecto.
Había tres fases en el
desarrollo de una investigación y eso, al final les había enseñado a ahorrar
muchísimo tiempo:
Primero escuchar el caso.
Segundo, Investigación bibliográfica, y por último realizar la investigación.
Humberto ya tenía el primer
paso, ahora iba al segundo. Éste segundo paso consistía en ir a las bibliotecas
públicas, hemerotecas y demás donde se pudiera adquirir información. Llevaba
algunos apuntes importantes y comenzaría de inmediato a recopilar la
información. La información les hacía poderosos y no iban a ciegas. Quizás en
eso se diferenciaban con respecto a la mayoría de agencias que parecían
comenzar a proliferar en el país. Ellos siempre llevaban la delantera.
Enfiló, entonces, el rumbo
hacia la biblioteca nacional donde tenía un pase libre a todas sus dependencias
debido a la resolución de un caso justamente en favor del director general de
dicho centro. Al verlo llegar, la bibliotecaria le saludó:
—Buenos días, señor Maldonado.
¿La mesa de siempre?
—Sí, gracias, Elisabeth.
Allí, rodeado de tanto
documento se sentía en el lugar de los recuerdos del todo el país pues tenían
todos los diarios habidos y por haber de todo el país ordenados de tal forma que,
con sólo tener el año, o la fecha segura, podía obtener valiosísima
información.
Se sentó en la mesa de trabajo
de siempre, colocó su maletín de documentos a un lado y tronándose los dedos
como si fuera a acometer una pelea y no una investigación netamente teórica, se
sentó y le dijo a la bibliotecaria:
—Voy a trabajar con los datos
de mil novecientos cincuenta.
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