miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 7





Al salir de la iglesia, Humberto, se dirigió a la casa aquella de dos pisos que estaba enfrente de la plaza, al otro lado de la calle. Según sus informes, allí vivía doña Petrona Maradiaga, la mujer que le había recomendado don Esteban como posible cocinera casual.
“Ella siempre ha ayudado en casa. Ella ayudó mucho a mi hermana cuando murió Antonio y también ayudó a mi padre cuando murió mi hermana. Siempre estuvo con nosotros. Ayudando de alguna forma”.
Llego hasta la casa de dos pisos y se asomó a la puerta que estaba abierta.
—Buenas –saludó.
Nadie le contestó desde el interior. Trató de distinguir algunos objetos, pero el sol del mediodía le había cegado un poco la vista y apenas podía distinguir algunos contornos de las cosas. Entre las cosas del interior le pareció ver una especie de silla mecedora justo en el centro de la sala, vacía. Al fondo otra puerta que estaba abierta hacia una especie de patio interior. Sobre las paredes había espejos y cuadros sacados de calendarios viejos. Ese cuadro famoso de una niña desnuda sacándose del dedo del pie algo. Una imagen de San Antonio de Padua, otra del Sagrado Corazón de Jesús y otra del mismo Jesús pastoreando ovejas.
Una típica sala de casa de pueblo.
—Buenas –volvió a decir tratando de que la voz le sonara un poco más fuerte.
Y por lo visto así fue porque de repente apareció una mujer como de unos veinte años. Vestía un vestido de colores chillones y tenía los rasgos de los indígenas de la zona sur del país. Y también se le notaba una pequeña panza de embarazo que tendría algunos meses ya.
—Buenas –volvió a saludar ahora más bajo—, buscó a doña Petrona Maradiaga. Mi nombre es Humberto Maldonado y me envía don Esteban Landa de Tegucigalpa.
Se detuvo porque consideró que quizás de todo lo que acababa de decir la mujer habría captado muy poco. Pero comprobó, medio minuto después que lo había captado todo.
Apareció el rostro arrugado de una mujer que andaría por los sesenta años y que parecía, a pesar de las arrugas, muy activa físicamente aún porque con pasos seguros se acercó a él y le dijo:
—¿Humberto Maldonado?
—Así es, doña Petrona –dijo él dando un paso hacia el interior de la casa sin ser invitado—, me manda don Esteban Landa. Estoy haciendo un trabajo en su casa, en La Casona, y me dijo que si necesitaba algo me acercara a su casa.
—Pase, pase adelante, joven –le dijo tomando una especie de taburete que estaba en una esquina y colocándolo a unos dos metros de la silla mecedora—. Siéntese, por favor.
Humberto se sentó en el taburete y ella en la silla mecedora.
—Es un pueblo muy bonito –dijo para comenzar la plática Humberto.
—Pues, yo no le veo mucha belleza ya. Toda mi vida he vivido aquí y le aseguro que he visto cómo ha ido cambiando a través del tiempo y no para bien si me lo pregunta. Creo que antes era mejor, cuando esa carretera no pasaba tan cerca. A veces se pierden cosas, y ya no sabemos quién se las roba, por lo menos antes sabíamos quiénes eran los ladrones. Ahora no.
—Sí, debe ser algo diferente…
—¿Y cuénteme como está el joven Sebastián?
“Joven –pensó Humberto— si tiene más de cincuenta años?”
—Pues bien. Muy bien, creo. ¿Usted lo conoce desde hace mucho tiempo?
—Uy, sí, desde que era un niño muy pequeño. Él y su hermana eran inseparables. Siempre andaba de un lado para el otro como si fueran gemelos. Su padre, don Jonathan, los quería mucho.
En la voz de la mujer había ese dejo de nostalgia que se manifiesta cuando se evoca tiempos y personas mejores.
—Pero como siempre, la desgracia se cebó en esa familia. Un poco triste, pero bueno… ¿Y qué hace en la Casona?
—Unas reparaciones –dijo mintiendo descaradamente. No quería que la gente del pueblo empezara a hablar de que alguien estaba haciendo cosas raras en la casa.
—Ummm. Yo no sé para qué –dijo como pensando—, esa casa ya no se podrá volver a habitar. Hay algo allí…
—¿Algo? ¿Cómo qué? –trató de mostrar su máxima cara de ignorancia.
—Algo malo —dijo sin pestañear.
Y se estableció un silencio muy corto entre ambos, como si ninguno de los dos quisiera proseguir.
—¿Y qué es eso algo malo? –preguntó al fin Humberto.
—No lo sé… pero es algo malo. Ya sabe… cuando la gente hace cosas del diablo.
—¿Cosas del diablo?
—Sí, cosas del diablo. No sé cómo pudo meterse en eso la niña Azucena… creo que si ella no hubiera hecho un pacto con el diablo aún estaría viva. Fue el diablo quien la mató. Estoy segura. Dijo don Jonathan que había sido un paro del corazón, pero para mí que fue el diablo que ella misma invocaba…
Otro silencio algo prolongado. Pero por experiencia, Humberto, sabía que la piedra se había echado a rodar y sólo bastaba esperar un poco. Le interesaba saber todo lo que fuera respecto a María Azucena, el supuesto fantasma de la Casona.
—Yo no la vi muerta, pero si mucho tiempo cuando estaba viva. Cuando era muy pequeña era la niña más linda y dulce que uno se pudiera imaginar. Quizás si no hubiera conocido a Antonito… pero así es la vida ¿No? pero fue cuando se fue para otro país cuando en realidad se arruinó… fue cuando se fue para estudiar eso que ella hacía, pintar cuadros. Fue cuando regresó que estaba toda cambiada. Cuando regresó ya sabía invocar al diablo y eso fue la que la perdió. Yo nunca la vi bailarle desnuda al diablo, pero muchos dicen haberla visto volando en una escoba en las noches de luna llena… desnuda, cantándole al diablo…
—¿Mucha gente la vio haciendo eso?
—Mmm. Casi todo el pueblo dice haberla visto… pero yo creo que no. Es que siempre la gente inventa un montón de cosas raras y cuando le cuentan a una, le aumentan y le aumentan hasta hacer algo totalmente distinto. Eso lo sé… pero algo hay de verdad en lo que a esa muchacha le sucedía.
—¿Y qué le sucedía?
—Bueno, estaba como loca. Trastornada. Después de la muerte de Antonito fue como si cambiara totalmente. Él se la llevó a vivir allá, muy cerca del Álamo…le construyó una cabaña y allá vivían porque don Jonathan no estaba de acuerdo que su hija, toda una universitaria, se fura a vivir con un campesino… fue después de la muerte de Antonito, cuando la niña Azucena era diferente.
—¿Usted vio ese cambio?
—Uy, sí. Yo la cuidé desde que era muy pequeñita y sabía cómo era de pequeña y luego cuando volvió del extranjero…
—¿Y cómo era antes y después?
—Antes era una niña muy linda, ¿Sabe? Se dejaba peinar, aconsejar y tenía la voz muy suave y siempre escuchaba consejos. Se le ocurrió, cuando tenía diez años, creo, venir a la escuela del pueblo y se hizo de un montón de amigos. Todos la querían mucho. Después se fue a estudiar a Tegucigalpa y cuando cumplió quince años hubo una fiesta muy bonita allí en La Casona. Hasta trajeron electricidad en un carro muy grande –parecía estar recordando todo aquello con aire de felicidad— y la niña Azucena estaba muy linda. Preciosa con su vestido de quince años. Después de eso se fue para otro país y no volvió hasta después de cinco años. Cuando volvió ya era otro… ya no era la misma niña de siempre. Era más bonita, pero parecía metida en otro mundo… y fue cuando muchos dijeron haberla visto bailando desnuda en noches de luna llena… y luego, como a los siete meses de haber venido se puso a pintar y pintar muchos cuadros como esos… —señaló los cuadros de Jesús y la niña buscándose algo en el pie, pero lógicamente aquellas eran reproducciones en cartón—. Se iba con sus cosas al bosque y allí estaba durante muchas horas pintando… regresaba por las tardes toda manchada de pintura, pero feliz. Le gustaba eso de pintar. Luego, un día, no recuerdo muy bien el mes, se fugó con Antonito y su padre casi se muere de la cólera. Yo estaba allí, en la Casona, lavando una ropa cuando él se puso echo una fiera tirando cosas y luego se puso a beber mucho. Y luego ocurrió lo del asesinato de Antonito. Le echaron la culpa a don Jonathan, pero después se supo que había sido Ernestino Mendoza pagado por el administrador de la mina de El Álamo, un tal Miguel Ramírez. Ernestino confesó que él había sido cuando ya a don Jonathan se lo iban a llevar a la PC en Tegucigalpa. Atraparon a Ernestino y lo metieron a la cárcel, pero cuando fueron a buscar a Miguel ya no estaba. Mi niña, después de saber que su padre era inocente volvió a la cabaña que le había construido Antonito y estuvo allá mucho tiempo… después se vino para La Casona, pero ya no era la misma. Siguió pintando, pero ya casi no hablaba con nadie. Además… y esto es bien raro. Los ojos de mi niña Azucena siempre habían sido muy brillantes, grises y bonitos, muy coquetos y después de lo de su papá parecían más oscuros y no brillaban mucho… como si la niña Azucena estuviera en otro lado y no allí… yo siempre he pensado que se le metió el demonio adentro… porque ya no reía, apenas hablaba y ya nunca volvió a ir a Tegucigalpa… pasaba metida en La Casona o en los bosques de la propiedad… muchos dicen que la vieron, siempre en noches de luna llena, volando en animales raros y…
Pareció recordar algo verdaderamente desagradable y Humberto, captó un leve movimiento de su nariz al arrugarse como si acabara de percibir un mal olor.
—Y… yo no lo he visto, pero –continuó titubeante— muchos dicen que una criatura del infierno la protegía.
—¿Una criatura del infierno?
—Ujú. Una especie de perro blanco que apestaba a podrido.
Humberto tomó nota del nuevo elemento. Una criatura del infierno. Nunca había visto una, pero había muchas teorías al respecto. Y se las sabía todas.
—Cuando ella murió –continuó doña Petrona—, el animal ese, según dicen, quedó suelto por la propiedad de la familia Landa y muchos aseguran haberlo visto. Además, se pierden animales cuando se meten en esas tierras. Yo he insistido en que se deben poner cercos, muchos cercos para evitar que nadie pueda pisar esos terrenos, pero como soy una vieja, nadie me hace caso ya.
Había un viejo reloj en forma de cafetera colgado sobre la pared, cerca del Jesús con sus ovejas. Señalaba las doce del mediodía. Humberto miró a la señora y comprendió que ella había vivido tanto en aquel pueblo que bien podría saber algunas cosas más.
—Podría hablarme un poco sobre Antonio Moncada, quien fuera el novio de Azucena…
—De Antonito casi no me acuerdo… sólo que su desgracia fue enamorarse de mi niña. Su familia, por lo menos sus hermanos, y su padre aún están vivos. Uno de ellos tuvo un solo hijo y el otro se hizo cura y todavía vive aquí.
—¿El cura del pueblo es hermano de Antonio?
—Así es… Antonio era el más joven de los tres hermanos y sólo uno tuvo descendencia. Luis José es el cura del pueblo. Ahora está viejo como yo, pero no tanto. Es un buen cura, pero creo que le falta carácter para poner a todas estas personas en cinturas. Como dicen: nadie es profeta en su tierra. A él le convendría haberse quedado en Guatemala que es donde se ordenó sacerdote. Quizás allá si le hicieran caso. Aquí la gente anda como perdida. Miré, por ejemplo, se llena más la cantina que la iglesia los domingos… bueno, eso siempre ha sido así, pero yo creo que un cura más duro podría hacer entrar a su redil a ese montón de ovejas descarriadas...
Al decir aquello la mujer, Humberto, miró la imagen junto al reloj: Jesús junto a un montón de animales con su cayado y su serena mirada.
—Me dijo don Esteban –dijo Humberto incorporándose— que usted podría proporcionarme alimentación durante todo el tiempo que estuviera en La Casona.
—¿Cuántos son ustedes?
—Sólo somos dos. Y nos gustaría contar con los tres tiempos de comida si no es mucha molestia…
—¡Alicia! –llamo doña Petrona mirando hacia la puerta por la cual había salido minutos antes.
La misma muchacha embarazada apareció por allí.
—El joven va a necesitar comida durante… ¿Cuánto tiempo se va a quedar por allí?
—Una semana… la idea es irnos el sábado.
—Sería desde hoy hasta el sábado…
Y en pocos minutos aquello de la comida quedó finiquitado. Quedaron en que todos los días, a las siete de la mañana, al mediodía justo a las doce y a las seis de la tarde, les llevarían la comida ya preparada y el fin de semana, el sábado, un desayuno. Todo se haría de acuerdo a aquel estricto horario.
Humberto le dio las gracias a doña Petrona y se despidió de ella.
Salió de nuevo a la luz del día y echó un vistazo a la fachada de la iglesia. Los dos ancianos, como dos estatuas perennes continuaban en el mismo lugar conversando animadamente. Fue hacia La Toyota y ya iba a entrar a ella cuando vio aparecer, casi a sus espaldas, por la carretera blanca a un hombre enfundando en un hábito. El padre Luis José Moncada, hermano de Antonito.
Sin pensarlo mucho se fue hacia él y se le cruzó en el frente.
—Buenas tardes, padre Luis –le dijo.
El padre levantó la mirada y le miró como inquiriendo quién era y porque le cerraba el paso.
—Buenos días, hijo. ¿Puedo servirte de algo?
—Quería hablar con usted si no tiene mucha prisa.
El padre miró hacia la fachada de la iglesia. El sol caía a plomo y estaba algo fuerte.
—Vamos adentro –dijo el cura y Humberto se le aparejó.
Entraron a la iglesia. No había nadie ya en su interior. Los dos feligreses y el sacristán habían desaparecido.
El cura buscó una de las últimas bancas de la derecha e invitó a Humberto a sentarse junto a él.
—Dime, hijo –dijo el cura.
Humberto recordó las palabras de doña Petrona al calificar de viejo al cura y no le pareció un apelativo adecuado. El padre Luis era un hombre maduro, quizás tocando los cincuenta y cinco, pero no viejo. Apenas tenía un par de arrugas sobre la frente, nada más. El cabello, en algunos lugares, ya se veía canoso, pero parecía transmitir entusiasmo.
—Padre –comenzó Humberto— mi nombre es Humberto Ezequiel Maldonado, mucho gusto –le tendió la mano.
El padre se la tomó y luego la soltó. Humberto sintió que era una mano suave y algo helada.
—Estoy en el pueblo, o mejor dicho cerca del pueblo haciendo un trabajo especial para una familia que vivió durante mucho tiempo aquí y quería saber…
—¿Qué tipo de trabajo? –interrumpió el cura.
—Quizás le resulte raro, pero… estamos, mi compañero y yo tratando de limpiar de malos espíritus la casa de la familia Landa, la que todos conocen como La Casona…
Humberto notó la palidez del sacerdote al escuchar aquello y se preguntó si quizás no había sido muy buena idea dirigirse a él con dichas cuestiones. Pero quería averiguar todo acerca del pueblo y la mejor fuente, además de la mujer con la que acababa de hablar, era el cura.

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