miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 4





Estuvo enfrascado en la investigación del año mil novecientos cincuenta, y en especial en todo lo referente a la familia Landa del Ocotal, durante más de ocho horas. Al final obtuvo importantes datos que vinieron a corroborar muchos de los puntos brindados por el señor Maldonado.
Encontró noticias tales como: los quince años de la señorita María Azucena Landa Perdomo ocurridos en mil novecientos cuarenta y cinco, su celebración por todo lo alto y luego el viaje de la misma hacia Italia. Aparecía una imagen de la muchacha a esa edad con su vestido de quince junto a un señor de unos cuarenta años y abajo rezaba: la feliz cumpleañera, María Azucena Landa junto a su orgulloso padre el señor Jonathan Miguel Landa Sagastume.
Otra fue la del asesinato a sangre fría del joven Carlos Antonio Moncada Hernández. Cuya noticia en mil novecientos cincuenta había conmocionado a todo el país. En la portada, y en una fotografía ampliamente agrandada por los medios de la época se veía a un hombre tirado en sobre un suelo cubierto de grama y con el rostro cubierto por una manta blanca y arriba el titular rezaba: Horrendo asesinato en El Ocotal, Francisco Morazán. Y abajo como una noticia relacionada: se sospecha que el asesino es el conocido empresario Jonathan Miguel Landa Sagastume quien celoso por los amoríos sostenidos por su hija con…
La noticia se explayaba en cuestiones personales y muy sonadas por aquella época. Humberto las leyó con sumo interés porque le parecían un punto esencial en el trabajo a realizar. Siguió toda la trayectoria de la historia hasta el momento en que los verdaderos culpables, unos cuantos números más adelante, eran descubiertos por una confesión. Según la confesión de Ernestino Mendoza, el autor intelectual había sido un hombre llamado Miguel Ángel Ramírez, quien supuestamente se había dado a la fuga y nunca fue encontrado. Quizás buscando en periódicos más adelante volvería a dar con aquel nombre.
A partir de aquello, las pinturas de María Azucena, según pudo comprobar se habían vuelto de una temática más lúgubre. Sus temas eran acerca de brujas, duendes y siempre, como motivo, según algunos comentarios de críticos aparecían los símbolos de un venado astado y la luna llena.
Según sus conocimientos acerca de las tendencias de la brujería eso sólo podía significar que María Azucena Landa había pertenecido, o, mejor dicho, practicado la brujería wicca. Una brujería basada en la naturaleza y supuestamente originada hace miles de años por los primeros habitantes de la tierra, pero mostrada al mundo sólo hacía treinta años atrás en Inglaterra y gracias a los trabajos antropológicos de los años veinte en Stonehenge.
Humberto, a las tres de la tarde, con los ojos cansados de buscar y de leer ya tenía un panorama general de la situación. Pero había un elemento que parecía estar siempre presente en toda la trama de la vida de aquella mujer: El Álamo. El pueblo cercano al Ocotal parecía tener una incidencia en la vida de la muchacha.
Se mencionaba que los terrenos de la familia Landa colindaban por un simple cerco de piedra con los del Álamo. Que el enamorado, Carlos Antonio Moncada había construido, allí junto al Álamo una cabaña para vivir junto a la muchacha. Qué del Álamo había salido la desgracia de la joven pareja al haberse interpuesto intereses mezquinos entre un administrador y el dueño de los terrenos. Muchas de las pinturas de la muchacha tenían como motivo al Álamo.
Como investigador, tenía la mente siempre en los detalles, porque siempre resultaba que era allí donde se encontraban casi siempre las respuestas: en los detalles.
Se estiró y le tronaron los huesos.
Con aquello bastaba por el momento, aunque también le habían inquietado algunas noticias con respecto a un fenómeno de los árboles que era mencionado por un periodista algo incrédulo. Según contaba el periodista, en mil novecientos cincuenta, el mismo año de la muerte de enamorado de María Azucena Landa, se había registrado un raro fenómeno en las tierras de la familia Landa: los árboles de pino, roble y encino se habían transformado de manera extraña y de la noche a la mañana en álamos. No podía asegurarse con exactitud tal fenómeno porque el redactor de la noticia la había conocido hasta muchos años después del suceso.
Guardó esa información, por si acaso, en algún rincón de su memoria y se dispuso a volver a su casa. Su esposa le había encargado una carde dele supermercado y no podía evadir dicha responsabilidad.
Por aquella semana ya no volvería a la oficina, pues a la mañana siguiente partiría hacia El Ocotal con la misión de verificar si en realidad aquella casa estaba embrujada, o poseída como dijera su dueño. Por la noche, mientras preparaba el plan de acción, decidiría si llevar o no a Carlos Eduardo como compañero de trabajo.

***

Dicen que todas las cosas en el universo están encadenadas y que nada sucede al azar. De eso, Humberto, sabía algo pues hasta la fecha, todos los casos investigados y tratados hasta su solución, se habían originado por dos razones esenciales: codicia u odio. En los primeros los motivos eran privar de posesiones a otras personas y en los segundos venganzas motivadas por alguna desavenencia entre los implicados.
De cada caso, abría un expediente (una carpeta), donde colocaba todas las cosas que se relacionaban con dicho caso. Y a cada caso le asignaba un número y un nombre. El número era muy sencillo. Asociaba la fecha de la llamada para acudir a atenderlo con el inicio del mismo. Y el nombre era aún más sencillo. Dependía de la situación. Por ejemplo, si el caso era que alguien escuchaba arena cayendo sobre su techo a cualquier hora del día solía llamarle: lluvia de arena. El de cadena arrastrada: cadenas arrastradas. No se había mucha complicación en eso.
Aquella noche, después de acostar a los niños y escuchar un rato a su esposa entró en la pequeña oficina para comenzar a confeccionar el nuevo fólder del caso del Ocotal.
Tomó el folder de la gaveta y buscó en el calendario la fecha en que recibió la llamada. Había sido el viernes tres de marzo del año en curso. Así le colocó al expediente: Caso 03031979 y por nombre EL ESPÍRITU DE LA BRUJA.
Abrió el folder y colocó allí, dentro de la bolsita que se formaba en una esquina las notas tomadas en la biblioteca. Había hecho algunas fotografías de las fotografías de los periódicos y más tarde, si tenía tiempo, entraría al cuartito de revelado para imprimirlas sobre el papel especial.
Sacó su libreta y comenzó a pensar en el caso.
¿Sería verdad eso del alma en pena? Nunca había visto, hasta la fecha un fantasma de verdad y tenía curiosidad al respecto. Pero sospechaba, aunque no en gran medida, otra desilusión.
Había buscado en todo aquello los dos motivos: ambición y odio, pero sólo en los años de la muerte del enamorado de la muchacha pareció haber visto un atisbo. Y para salir de las dudas, a aquellas horas, las diez de la noche telefoneó al señor Esteban José Landa.
El hombre le contestó de inmediato:
—Buenas noches, don Estaban, soy yo, Humberto Maldonado, quería hacerle una pregunta más si no es mucha molestia.
—Dígame.
La voz del otro lado del hilo le parecía muy agotada.
—Quizás le suene muy personal, pero ¿En algún momento ha habido alguna disputa por las propiedades que tienen en el Ocotal?
Pareció pensarlo un momento antes de contestar. Pero cuando lo hizo, fue con seguridad:
—No, nunca ha habido ninguna pugna al respecto. Azucena y yo éramos hijos únicos y mi padre había sido hijo único, también. Así que en la actualidad el único dueño de la propiedad soy yo y cuando muera lo será Carlos José, mi único hijo. Ya si él quiere dividirlo entre sus cuatro hijos, esa será cuestión suya. Pero por los momentos no hay ninguna pugna.
—Ok. Gracias y disculpe. Buenas noches.
—¿A qué hora se irá para La Casona?
—Primero voy a pasar por la oficina recogiendo algún instrumento, creo que a las diez de la mañana. Espero que para el fin de semana ya todo esté solucionado.
—Eso espero yo también. Por el bien de mi hermana… y aunque hay muchas cosas que no comprendo de la vida, si puedo asegurarle que ella era la persona más hermosa, tanto física como espiritual, que he conocido. Lástima que la vida la haya tratado tan mal, pero bueno…
—Otra cosa que no le pregunté es ¿Cuándo y Cómo murió su hermana?
Otra pausa que a Humberto le pareció demasiado larga y luego la voz cansada del hombre del otro lado de la línea.
—Murió el cinco de septiembre de mil novecientos setenta y uno el mismo día… y es un poco curioso, y la hora que nació mi nieta Anamaría, por eso me acuerdo bien, por la coincidencia. ¿De qué murió? –Otra pausa—. Ella se quedó a vivir con papá en La Casona y él estaba en ese momento haciendo un viaje por las cercanías del pueblo cuando murió. Nos contó que, a las diez de la mañana, cuando salió hacia el pueblo, Azucena estaba preparando sus cosas para irse a pintar a algún rincón de los cerros, que era su lugar preferido, y que hasta le dijo que tuviera buen día. Cuando regresó, eran casi las tres de la tarde y al ver los materiales de mi hermana de nuevo en el mismo lugar se había dicho que al fin de cuentas ella había decidido no salir. Se había asomado a la habitación (usted la verá cuando esté allá) de mi hermana y la había encontrado tirada en el suelo, justo al pie de la cama. Tenía los ojos abiertos y parecía estar gritando. Los doctores dijeron que había sido un paro cardiaco fulminante, o algo así. Le puedo enviar el informe de la autopsia si lo considera necesario.
Humberto lo consideró necesario y don Esteban quedó de enviarle dicho documento con uno de sus empleados muy temprano al siguiente día.
—Nosotros, quiero decir mi esposa y mi hijo estábamos en el hospital cuando nos dieron la noticia y de inmediato nos movilizamos hacia allá. Cuando llegamos ya tenían el cuerpo sobre la camilla de una ambulancia y se disponían a traerla a Tegucigalpa para la autopsia. No quise mirar su rostro porque mi padre estaba llorando y diciendo de manera inconsolable: mi angelito, mi angelito, se llevó a mi angelito. Se llevó a mi angelito. O algo así. Pensé, en aquel momento, preguntarle a quién se refería cuando aseguraba que alguien se había llevado a mi hermana. Al final el tiempo pasó y no se lo pregunté nunca.
Otro silencio, como si meditara o volviera a aquellos tiempos dolorosos.
—Mi padre murió tres años después, en mil novecientos setenta y cuatro. Tenía setenta y un años y parecía de cien. La muerte de mi hermana, su único sostén emocional, lo mató. Creo yo. Nosotros, mi esposa, mi hijo y su esposa con mis nietos íbamos todos los fines de semana a la Casona, pero parecía distante. Siempre, llamaba a Azucena para que le sirviera y nosotros estábamos preocupados por él. Quisimos traerlo a Tegucigalpa, pero no quiso nos alegó que, si lo hacíamos, él buscaría la forma de volverse al Ocotal… y amenazas así. Murió en su cama. Así lo encontró la mujer que venía a hacer el aseo a la Casona. Lo enterramos, en el cementerio del pueblo porque allí fue enterrada mi hermana, por la voluntad de mi padre. Él dijo que quería tenerla cerca para visitarla… si se acerca al cementerio del pueblo verá su tumba desde el exterior es un mausoleo con un enorme ángel encima.
Contar aquello, parecía cansar aún más al hombre. Humberto decidió que eso era todo. Quedaron en lo de la copia de la defunción de la mujer y se despidieron. Antes de colgar el hombre le volvió a pedir:
—Por favor, ayude a mi hermana a descansar en paz. Se lo ruego.
Humberto, que estaba casi convencido de la existencia de los fantasmas y los fenómenos paranormales a los cuales estaba dedicado, le prometió que haría lo posible por hacer aquello.
Colgó y se quedó pensativo durante un par de minutos. A las diez y veinte decidió entrar al cuarto de revelado, tomó el rollo de las imágenes y allá se metió hasta casi las doce de la noche.

***

—Nos vamos a las diez de la mañana –le dijo casi rosando el nuevo día Humberto a Carlos Eduardo, su segundo asistente en la AIP.
Al fin de cuentas, mientras revelaba las fotografías, se había dado cuenta que aquello podría requerir la ayuda de alguien más. A veces el manejo de tanto aparato conlleva mucho tiempo y a veces hasta olvidos. Olvidos que pueden ser vitales en la búsqueda del otro mundo que nos roza con sus misterios.
—Lleva ropa cómoda para unos cinco días como mínimo –le indicó—, es una zona rural no muy lejos de Tegucigalpa, pero no vamos a regresar hasta que terminemos el trabajo, como siempre. ¿Estás de acuerdo?
—No hay problema, boss.
Esa era una de sus palabras favoritas, boss, y ya todos en la oficina se habían acostumbrado a ella, menos él. Le había pedido muchas veces que no lo llamara así, pero el carácter de Carlos Eduardo Aceituno, era como el del humo de las chimeneas: consistente al inicio, pero al final se lo llevaba el viento.
“Lo intento, jefe, se lo aseguro. Pero se me olvida”
—Ok. Entonces en eso quedamos. Se trata de una casa embrujada, con fantasmas y todo eso… pero esta vez, parece que va en serio.
—¿De veras, boss?
—Así parece. Así que prepárate para lo desconocido de verdad. Voy a necesitar que estés alerta con los ruidos, las luces y todo eso…
—¿Llevaremos la artillería pesada, entonces?
 —Hasta el Spiricom…
—¿El Spiricom…? ¿Va en serio la cosa entonces?
—Así es, así que tu preocúpate por lo de siempre yo ya tengo todo el equipo en la camioneta. Nos vemos mañana a las nueve y salimos para allá a las diez en punto.
—Ok, boss. Hasta mañana.
Lo de siempre, para todos en la AIP era utilizar lo que cada uno de ellos tenía como un don natural. Por ejemplo, el don de Humberto era la deducción, el de Martha Evangelina su capacidad de sentir cosas en el ambiente y el de Carlos Eduardo el de utilizar toda la tecnología con una facilidad increíble. Además, como a los cuatro del equipo, le apasionaba la investigación de fenómenos extraños.
A Carlos le había contratado al irse armando de más y más herramientas extrañas para la investigación paranormal y no se había arrepentido de haberlo hecho, hasta el momento.

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