Estuvo enfrascado en la
investigación del año mil novecientos cincuenta, y en especial en todo lo
referente a la familia Landa del Ocotal, durante más de ocho horas. Al final
obtuvo importantes datos que vinieron a corroborar muchos de los puntos
brindados por el señor Maldonado.
Encontró noticias tales como:
los quince años de la señorita María Azucena Landa Perdomo ocurridos en mil
novecientos cuarenta y cinco, su celebración por todo lo alto y luego el viaje
de la misma hacia Italia. Aparecía una imagen de la muchacha a esa edad con su
vestido de quince junto a un señor de unos cuarenta años y abajo rezaba: la
feliz cumpleañera, María Azucena Landa junto a su orgulloso padre el señor
Jonathan Miguel Landa Sagastume.
Otra fue la del asesinato a
sangre fría del joven Carlos Antonio Moncada Hernández. Cuya noticia en mil
novecientos cincuenta había conmocionado a todo el país. En la portada, y en
una fotografía ampliamente agrandada por los medios de la época se veía a un
hombre tirado en sobre un suelo cubierto de grama y con el rostro cubierto por
una manta blanca y arriba el titular rezaba: Horrendo asesinato en El Ocotal,
Francisco Morazán. Y abajo como una noticia relacionada: se sospecha que el
asesino es el conocido empresario Jonathan Miguel Landa Sagastume quien celoso
por los amoríos sostenidos por su hija con…
La noticia se explayaba en
cuestiones personales y muy sonadas por aquella época. Humberto las leyó con
sumo interés porque le parecían un punto esencial en el trabajo a realizar.
Siguió toda la trayectoria de la historia hasta el momento en que los
verdaderos culpables, unos cuantos números más adelante, eran descubiertos por
una confesión. Según la confesión de Ernestino Mendoza, el autor intelectual
había sido un hombre llamado Miguel Ángel Ramírez, quien supuestamente se había
dado a la fuga y nunca fue encontrado. Quizás buscando en periódicos más
adelante volvería a dar con aquel nombre.
A partir de aquello, las
pinturas de María Azucena, según pudo comprobar se habían vuelto de una
temática más lúgubre. Sus temas eran acerca de brujas, duendes y siempre, como
motivo, según algunos comentarios de críticos aparecían los símbolos de un
venado astado y la luna llena.
Según sus conocimientos acerca
de las tendencias de la brujería eso sólo podía significar que María Azucena
Landa había pertenecido, o, mejor dicho, practicado la brujería wicca. Una
brujería basada en la naturaleza y supuestamente originada hace miles de años
por los primeros habitantes de la tierra, pero mostrada al mundo sólo hacía
treinta años atrás en Inglaterra y gracias a los trabajos antropológicos de los
años veinte en Stonehenge.
Humberto, a las tres de la
tarde, con los ojos cansados de buscar y de leer ya tenía un panorama general
de la situación. Pero había un elemento que parecía estar siempre presente en
toda la trama de la vida de aquella mujer: El Álamo. El pueblo cercano al
Ocotal parecía tener una incidencia en la vida de la muchacha.
Se mencionaba que los terrenos
de la familia Landa colindaban por un simple cerco de piedra con los del Álamo.
Que el enamorado, Carlos Antonio Moncada había construido, allí junto al Álamo
una cabaña para vivir junto a la muchacha. Qué del Álamo había salido la
desgracia de la joven pareja al haberse interpuesto intereses mezquinos entre
un administrador y el dueño de los terrenos. Muchas de las pinturas de la
muchacha tenían como motivo al Álamo.
Como investigador, tenía la mente
siempre en los detalles, porque siempre resultaba que era allí donde se
encontraban casi siempre las respuestas: en los detalles.
Se estiró y le tronaron los
huesos.
Con aquello bastaba por el momento,
aunque también le habían inquietado algunas noticias con respecto a un fenómeno
de los árboles que era mencionado por un periodista algo incrédulo. Según
contaba el periodista, en mil novecientos cincuenta, el mismo año de la muerte
de enamorado de María Azucena Landa, se había registrado un raro fenómeno en
las tierras de la familia Landa: los árboles de pino, roble y encino se habían
transformado de manera extraña y de la noche a la mañana en álamos. No podía
asegurarse con exactitud tal fenómeno porque el redactor de la noticia la había
conocido hasta muchos años después del suceso.
Guardó esa información, por si
acaso, en algún rincón de su memoria y se dispuso a volver a su casa. Su esposa
le había encargado una carde dele supermercado y no podía evadir dicha
responsabilidad.
Por aquella semana ya no
volvería a la oficina, pues a la mañana siguiente partiría hacia El Ocotal con
la misión de verificar si en realidad aquella casa estaba embrujada, o poseída
como dijera su dueño. Por la noche, mientras preparaba el plan de acción,
decidiría si llevar o no a Carlos Eduardo como compañero de trabajo.
***
Dicen que todas las cosas en
el universo están encadenadas y que nada sucede al azar. De eso, Humberto,
sabía algo pues hasta la fecha, todos los casos investigados y tratados hasta
su solución, se habían originado por dos razones esenciales: codicia u odio. En
los primeros los motivos eran privar de posesiones a otras personas y en los
segundos venganzas motivadas por alguna desavenencia entre los implicados.
De cada caso, abría un
expediente (una carpeta), donde colocaba todas las cosas que se relacionaban
con dicho caso. Y a cada caso le asignaba un número y un nombre. El número era
muy sencillo. Asociaba la fecha de la llamada para acudir a atenderlo con el
inicio del mismo. Y el nombre era aún más sencillo. Dependía de la situación.
Por ejemplo, si el caso era que alguien escuchaba arena cayendo sobre su techo
a cualquier hora del día solía llamarle: lluvia de arena. El de cadena
arrastrada: cadenas arrastradas. No se había mucha complicación en eso.
Aquella noche, después de
acostar a los niños y escuchar un rato a su esposa entró en la pequeña oficina
para comenzar a confeccionar el nuevo fólder del caso del Ocotal.
Tomó el folder de la gaveta y
buscó en el calendario la fecha en que recibió la llamada. Había sido el
viernes tres de marzo del año en curso. Así le colocó al expediente: Caso
03031979 y por nombre EL ESPÍRITU DE LA BRUJA.
Abrió el folder y colocó allí,
dentro de la bolsita que se formaba en una esquina las notas tomadas en la
biblioteca. Había hecho algunas fotografías de las fotografías de los
periódicos y más tarde, si tenía tiempo, entraría al cuartito de revelado para
imprimirlas sobre el papel especial.
Sacó su libreta y comenzó a
pensar en el caso.
¿Sería verdad eso del alma en
pena? Nunca había visto, hasta la fecha un fantasma de verdad y tenía
curiosidad al respecto. Pero sospechaba, aunque no en gran medida, otra
desilusión.
Había buscado en todo aquello
los dos motivos: ambición y odio, pero sólo en los años de la muerte del enamorado
de la muchacha pareció haber visto un atisbo. Y para salir de las dudas, a
aquellas horas, las diez de la noche telefoneó al señor Esteban José Landa.
El hombre le contestó de
inmediato:
—Buenas noches, don Estaban,
soy yo, Humberto Maldonado, quería hacerle una pregunta más si no es mucha
molestia.
—Dígame.
La voz del otro lado del hilo
le parecía muy agotada.
—Quizás le suene muy personal,
pero ¿En algún momento ha habido alguna disputa por las propiedades que tienen
en el Ocotal?
Pareció pensarlo un momento
antes de contestar. Pero cuando lo hizo, fue con seguridad:
—No, nunca ha habido ninguna
pugna al respecto. Azucena y yo éramos hijos únicos y mi padre había sido hijo
único, también. Así que en la actualidad el único dueño de la propiedad soy yo
y cuando muera lo será Carlos José, mi único hijo. Ya si él quiere dividirlo
entre sus cuatro hijos, esa será cuestión suya. Pero por los momentos no hay
ninguna pugna.
—Ok. Gracias y disculpe.
Buenas noches.
—¿A qué hora se irá para La
Casona?
—Primero voy a pasar por la
oficina recogiendo algún instrumento, creo que a las diez de la mañana. Espero
que para el fin de semana ya todo esté solucionado.
—Eso espero yo también. Por el
bien de mi hermana… y aunque hay muchas cosas que no comprendo de la vida, si
puedo asegurarle que ella era la persona más hermosa, tanto física como
espiritual, que he conocido. Lástima que la vida la haya tratado tan mal, pero
bueno…
—Otra cosa que no le pregunté
es ¿Cuándo y Cómo murió su hermana?
Otra pausa que a Humberto le
pareció demasiado larga y luego la voz cansada del hombre del otro lado de la
línea.
—Murió el cinco de septiembre
de mil novecientos setenta y uno el mismo día… y es un poco curioso, y la hora
que nació mi nieta Anamaría, por eso me acuerdo bien, por la coincidencia. ¿De
qué murió? –Otra pausa—. Ella se quedó a vivir con papá en La Casona y él
estaba en ese momento haciendo un viaje por las cercanías del pueblo cuando
murió. Nos contó que, a las diez de la mañana, cuando salió hacia el pueblo,
Azucena estaba preparando sus cosas para irse a pintar a algún rincón de los
cerros, que era su lugar preferido, y que hasta le dijo que tuviera buen día.
Cuando regresó, eran casi las tres de la tarde y al ver los materiales de mi
hermana de nuevo en el mismo lugar se había dicho que al fin de cuentas ella
había decidido no salir. Se había asomado a la habitación (usted la verá cuando
esté allá) de mi hermana y la había encontrado tirada en el suelo, justo al pie
de la cama. Tenía los ojos abiertos y parecía estar gritando. Los doctores
dijeron que había sido un paro cardiaco fulminante, o algo así. Le puedo enviar
el informe de la autopsia si lo considera necesario.
Humberto lo consideró
necesario y don Esteban quedó de enviarle dicho documento con uno de sus
empleados muy temprano al siguiente día.
—Nosotros, quiero decir mi
esposa y mi hijo estábamos en el hospital cuando nos dieron la noticia y de
inmediato nos movilizamos hacia allá. Cuando llegamos ya tenían el cuerpo sobre
la camilla de una ambulancia y se disponían a traerla a Tegucigalpa para la
autopsia. No quise mirar su rostro porque mi padre estaba llorando y diciendo
de manera inconsolable: mi angelito, mi angelito, se llevó a mi angelito. Se
llevó a mi angelito. O algo así. Pensé, en aquel momento, preguntarle a quién
se refería cuando aseguraba que alguien se había llevado a mi hermana. Al final
el tiempo pasó y no se lo pregunté nunca.
Otro silencio, como si
meditara o volviera a aquellos tiempos dolorosos.
—Mi padre murió tres años
después, en mil novecientos setenta y cuatro. Tenía setenta y un años y parecía
de cien. La muerte de mi hermana, su único sostén emocional, lo mató. Creo yo.
Nosotros, mi esposa, mi hijo y su esposa con mis nietos íbamos todos los fines
de semana a la Casona, pero parecía distante. Siempre, llamaba a Azucena para
que le sirviera y nosotros estábamos preocupados por él. Quisimos traerlo a
Tegucigalpa, pero no quiso nos alegó que, si lo hacíamos, él buscaría la forma
de volverse al Ocotal… y amenazas así. Murió en su cama. Así lo encontró la
mujer que venía a hacer el aseo a la Casona. Lo enterramos, en el cementerio
del pueblo porque allí fue enterrada mi hermana, por la voluntad de mi padre.
Él dijo que quería tenerla cerca para visitarla… si se acerca al cementerio del
pueblo verá su tumba desde el exterior es un mausoleo con un enorme ángel
encima.
Contar aquello, parecía cansar
aún más al hombre. Humberto decidió que eso era todo. Quedaron en lo de la
copia de la defunción de la mujer y se despidieron. Antes de colgar el hombre
le volvió a pedir:
—Por favor, ayude a mi hermana
a descansar en paz. Se lo ruego.
Humberto, que estaba casi
convencido de la existencia de los fantasmas y los fenómenos paranormales a los
cuales estaba dedicado, le prometió que haría lo posible por hacer aquello.
Colgó y se quedó pensativo
durante un par de minutos. A las diez y veinte decidió entrar al cuarto de
revelado, tomó el rollo de las imágenes y allá se metió hasta casi las doce de
la noche.
***
—Nos vamos a las diez de la
mañana –le dijo casi rosando el nuevo día Humberto a Carlos Eduardo, su segundo
asistente en la AIP.
Al fin de cuentas, mientras
revelaba las fotografías, se había dado cuenta que aquello podría requerir la
ayuda de alguien más. A veces el manejo de tanto aparato conlleva mucho tiempo
y a veces hasta olvidos. Olvidos que pueden ser vitales en la búsqueda del otro
mundo que nos roza con sus misterios.
—Lleva ropa cómoda para unos
cinco días como mínimo –le indicó—, es una zona rural no muy lejos de
Tegucigalpa, pero no vamos a regresar hasta que terminemos el trabajo, como
siempre. ¿Estás de acuerdo?
—No hay problema, boss.
Esa era una de sus palabras
favoritas, boss, y ya todos en la oficina se habían acostumbrado a ella, menos
él. Le había pedido muchas veces que no lo llamara así, pero el carácter de
Carlos Eduardo Aceituno, era como el del humo de las chimeneas: consistente al
inicio, pero al final se lo llevaba el viento.
“Lo intento, jefe, se lo
aseguro. Pero se me olvida”
—Ok. Entonces en eso quedamos.
Se trata de una casa embrujada, con fantasmas y todo eso… pero esta vez, parece
que va en serio.
—¿De veras, boss?
—Así parece. Así que prepárate
para lo desconocido de verdad. Voy a necesitar que estés alerta con los ruidos,
las luces y todo eso…
—¿Llevaremos la artillería
pesada, entonces?
—Hasta el Spiricom…
—¿El Spiricom…? ¿Va en serio
la cosa entonces?
—Así es, así que tu preocúpate
por lo de siempre yo ya tengo todo el equipo en la camioneta. Nos vemos mañana
a las nueve y salimos para allá a las diez en punto.
—Ok, boss. Hasta mañana.
Lo de siempre, para todos en
la AIP era utilizar lo que cada uno de ellos tenía como un don natural. Por ejemplo,
el don de Humberto era la deducción, el de Martha Evangelina su capacidad de
sentir cosas en el ambiente y el de Carlos Eduardo el de utilizar toda la
tecnología con una facilidad increíble. Además, como a los cuatro del equipo,
le apasionaba la investigación de fenómenos extraños.
A Carlos le había contratado
al irse armando de más y más herramientas extrañas para la investigación
paranormal y no se había arrepentido de haberlo hecho, hasta el momento.
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