Dijimos que el tiempo entre
los dos mundos, entre Arum y la Tierra corría distinto y así es. Un minuto acá
son dos meses allá. Humberto murió después de dos minutos, cuatro meses,
sesenta días de acá.
Pero mientras Humberto daba su
primera bocanada de aire envenenado en Arum, aquí, ya se le estaba buscando por
todos lados y cuando terminó de darla ya se le había declarado desaparecido.
Carlos Eduardo, su ayudante,
se durmió unos cuantos minutos después de que su jefe entrara en la casa. Por
unos instantes estuvo pendiente del walkie talkie, pero al no recibir ninguna
llamada había pensado que todo iba bien allá adentro. Además, el dolor en la
cabeza parecía haber remitido y sólo quedaba una especie de latido parpadeante
en la frente. Así pues, con la conciencia tranquila y la seguridad de que a su
jefe no le había sucedido nada malo, se durmió.
Cuando volvió a abrir los ojos
fue debido a un sonido insistente.
CLONCK, CLONK, CLONK
Le parecía haber estado
soñando durante mucho tiempo, pero no recordaba qué. Y aquel sonido parecía
haber surgido del sueño. O por lo menos de la última parte del sueño.
Se levantó despacio del catre
sin dejar de escuchar aquel sonido acompasado que parecía repetirse cada veinte
segundos. Abrió los ojos hasta estar sentado a la orilla del catre. Miró, con
asombró que ya estaba comenzando a oscurecer. Debían de ser ya casi las seis de
la tarde. Soltó el aparato de comunicación que estaba muerto y lo dejó sobre el
catre.
Se puso en pie, se tocó la
frente (el dolor ya no estaba), avanzó hacia la puerta de la tienda que
continuaba estando abierta y salió al exterior. Sí, la noche estaba llegando.
Los golpes sonaron con mayor
insistencia. Venían de su derecha. Miró hacia allá y se preguntó dónde estaría
el jefe. Quizás siguiera en el interior de la casa. Le echó un ojo a la casa y
no vio nada. La puerta cerrada, las luces apagadas, solo un edificio en
silencio. El brillo del sol de la tarde se reflejaba sobre los cristales.
Volvió a escuchar el sonido a
su derecha y miró hacia allá. Venía del enorme portón del arco con las palabras
La Casona encima. Le pareció ver la cabeza de alguien allá sobre la pequeña
declinación del terreno.
—Hola –escuchó.
Sí, había alguien allá.
Caminó con paso inseguro hacia
allá y cuando el alguien que estaba en la puerta le vio dejó de darle a uno de
los barrotes con la piedra con la cual le estaba dando.
Se trataba de una mujer
embarazada que traía una manta y una olla.
—Buenas tardes –saludó Carlos.
—Buenas tardes. Aquí les
traigo la cena.
¿La cena? El jefe no le había
dicho nada acerca de cenas, pero seguramente él había arreglado todo aquello.
—Llevo horas tocando –dijo la
mujer como en una queja.
—Disculpe… estaba dormido en
la tienda y no la escuché –se disculpó Carlos mirando de nuevo hacia la
silenciosa casa— ¿Cuánto tiempo lleva más o menos aquí?
—Creo que cuarenta minutos
–dijo la mujer avergonzada porque había hablado con irritación.
—¡Oh, diablos! –dijo Carlos
pensando en la posibilidad de algo terrible.
Abrió el portón lo suficiente
como para que la mujer pasara, pero esta no lo hizo. Esperaba, quizás que el
hombre tomara los paquetes y la despidiera. Al final entró.
—Esta casa –dijo la mujer
caminando al lado de él –está embrujada.
Vaya si no lo sabía él. No le
respondió. Estaba preocupado por Humberto. ¿Qué estaría haciendo en el interior
de esa casa? si mal no recordaba eran las dos de la tarde, más o menos, cuando
le había visto por última vez.
Llegaron junto a la tienda y
la mujer se veía nerviosa. Carlos le indicó que metiera las cosas en la tienda
y lo hizo de inmediato, saliendo casi al instante. Parecía tener prisa y no
quería ni mirar hacia la casa. Carlos la miró y comprendió, de alguna manera
aquel, miedo.
—Gracias –le dijo.
Y sin decir nada más, la mujer
emprendió el camino de la entrada a la propiedad. Carlos se quedó unos
instantes mirándola irse, parecía apurada y temió que se cayera y en su estado.
La mujer salió, cerró el
portón y como alma que lleva el diablo comenzó a bajar hacia el pueblo.
Carlos se volvió a mirar hacia
la casa. No quería volver a entrar allí. Temía lo peor. Pero la experiencia
vivida no le parecía algo adecuado a sus intereses. Pero, tenía que buscar a su
jefe.
Entró en la tienda. Buscó el
walkie talkie y trató de encenderlo, pero la pila estaba muerta. Miró hacia
todos lados y vio una linterna grande. La tomó y volvió a salir de la tienda.
La noche se les venía encima y el jefe no salía. Con paso inseguro avanzó hacia
la casa.
La puerta estaba abierta, pero
ni loco iba a entrar allí. Se había jurado y perjurado que jamás volvería a
entrar en aquel lugar, aunque su amigo estuviera agonizando allá adentro.
Bueno, quizás no eso, pero…
Dio la vuelta por la izquierda
a la casa y fue hacia lo que supuso era una de las dos ventanas que daban a la
cocina y se asomó. Él nunca lo supo, pero por esa misma ventana Humberto lo
había mirado tirado en el pasillo y había entrado a por él. Encendió la lámpara
y alumbró con ella el interior de la cocina. Allí, en una esquina la cortina
parecía estar un poco movida. Nada. No se veía nada.
Trató de encontrar otros
resquicios por donde asomarse al interior, pero no los había. Malditos protocolos.
Si al menos, los dos hubieran entrado al mismo tiempo, abriendo puertas y
ventanas, corriendo cortinas y, en fin, abriendo todo. Pero no, estaban los
malditos protocolos.
La noche comenzó a caer en
serio y volvió a la tienda. ¿Dónde estaba el jefe? era la pregunta. Miró La
Toyota y se cuestionó si lo mejor era ir a buscar ayuda o esperar. Pero
¿Esperar qué? Lo más seguro era que algo hubiera ocurrido en aquella casa.
Se acercó a La Toyota y
comprobó que las llaves estaban puestas en el encendido. Se estableció una
lucha en su interior.
¿Y si su jefe estaba tirado en
algún lugar de la sala como lo había estado él? ¿Y sí se iba y en ese tiempo de
ausencia su jefe moría? Él había estado convencido de que allí iba a quedar.
Miró de nuevo las llaves, la
casa, la tienda, el portón. Él no era hombre de ideas, sólo tecnólogo.
“Uno se agarra de lo que sabe”
Esa frase le parecía adecuada
al momento. Y la había dicho su tía, como siempre. ¿Y qué sabía él? Tecnología.
Entró en la tienda con la
lámpara encendida. Ya era de noche y todo estaba en penumbras. Buscó la lámpara
de keroseno y la colocó en el centro de la mesa; mientras pensaba que haría a
continuación. Encendió la lámpara y la reguló hasta que el gas estuvo lo
suficientemente estable. El ruidito a gas saliendo del interior le recordaba
siempre una respiración continua.
Dejó la lámpara de keroseno
encendida en el centro de la mesa y se dejó caer de nuevo en el catre. Tenía
que pensar. Agarrarse de lo que se sabe.
Pensó en todos los aparatos
metidos en las cajas y ninguno le pareció adecuado.
“Piensa, piensa, piensa” se
amasó las sienes como si ese acto le ayudar a pensar.
Allí sólo estaba el Spiricom,
los sensores de ruido, de movimiento, luces…
¡Luces!
De inmediato se puso en
movimiento. Bajó una de las cajas que estaba sobre el catre de Humberto y buscó
tratando de serenarse un juego de luces parecidas a las utilizadas en los
árboles de navidad. Las sacó y las extendió. Funcionaban con pilas y eran de
color azul, para poder ver los posibles espectros. Las conectó a las pilas, las
probó.
Con paso decidido y armado de
la lámpara de kerosene y la de pilas, fue hasta la puerta de la casa.
—A la mierda el protocolo
–dijo en voz alta y su voz le sonó temblorosa. Un mal signo.
Lo del protocolo lo había
dicho porque no se había puesto el estúpido traje de aluminio. Que le iban a
estar interesando a él esas sutilizas en ese momento.
Se metió las pilas en las
bolsas traseras y luego, como si fuera una serpiente, se enrolló las luces en
el cuerpo comenzando por la cintura, subiendo por el estómago, por el pecho,
hasta llegar al cuello. Allí, en el cuello, se las aseguró para que no
resbalaran.
Se detuvo en sus pensamientos
al volverse y ver La Toyota a unos cincuenta metros de la casa. De repente se
le ocurrió algo. Si salía pitando de la casa debería de tener todo listo. Y con
todo listo se refería a un medio de escape rápido.
Dejó, sin pensarlo más, la
lámpara de kerosene enfrente de la casa, en el piso y fue hasta la Toyota,
encendió el motor, encendió los faros y luego con pasos muy grandes fue a abrir
el portón. Abrió las dos hojas y las detuvo con un par de piedras para que no
se cerraran. Después, casi corriendo y con las luces agitándose sobre su
cuerpo, regresó hasta el auto. Lo llevó hasta el frente de la casa y dándole la
vuelta con la trompa hacia la salida bajó, dejando el motor en marcha y las
luces encendidas.
Toda la operación le había
llevado unos diez minutos y estaba sudando a buen ritmo.
Volvió enfrente de la puerta y
la empujó hasta que la hoja chocó contra la pared. Encendió las luces de su
cuerpo y éstas como azules luciérnagas, comenzaron a brillar por todo su torso.
Tomó la lámpara de keroseno y con la linterna en la otra mano, también
encendida dijo antes de dar el primer paso:
—Protégeme Dios mío.
***
Llegó hasta enfrente de la
pintura del hombre montado en el caballo y como una antorcha lo iluminó todo.
Los dos pasillos, el de la izquierda y el de la derecha.
—Con Dios me acuesto y con
Dios me levanto –recitaba recordando todas las oraciones habidas y por haber
que había aprendido, casi sin quererlo en su niñez—. Dios te salve María, llena
eres de gracia…
Giró hacia la izquierda, hacia
el pasillo que daba a la cocina comedor y le pareció un pasillo demasiado largo
para una casa tan pequeña. Tragó saliva y dirigió hacia allá el chorro de luz
de la linterna. Sólo estaba el fondo del pasillo. Nada. Ni siquiera huellas en
el piso.
Miró hacia su izquierda, las
luces de la Toyota iluminaban con bastante potencia el pasillo.
—Que Dios me proteja, que Dios
me cuide. Alabado sea tu nombre, mi Dios…
Lo que se le ocurriera. Lo
importante era mantener la mente, y la voz ocupada en Dios.
Avanzó hacia la cocina comedor
con la sensación de llevar debajo del vientre un par de troncos por piernas. Le
parecían tan lejanos aquel par de pies y de piernas.
—Ángel de la Guarda, mi
magnífica compañía. No me abandones ni de noche, ni de día. Padre Nuestro que
estás…
Aquel pasillo le resultaba
demasiado largo. Muy, muy largo para que lo contuviera una casa común y
corriente.
Llegó a la cocina en un tiempo
que a su consciencia le pareció muchas horas. La luz de la lámpara de mano, la
de kerosene y las luces sobre su pecho lo iluminaron todo dándole a los objetos
formas no muy definidas, pero al menos sus formas. Por allá estaba la estufa,
las alacenas, la mesa. Giró hacia la derecha y vio hacia el fondo. Allí estaba
la puerta aquella que le había llamado la atención en su incursión de las diez
de la mañana. Una incursión que desde aquel momento y lugar le parecían tan
lejanas.
—Señor Jesús… guía mis pasos y
no me dejes caer en la tentación. Te prometo tantas cosas, como por ejemplo
dejar de manosearme allá…
Sudaba copiosamente y la
temperatura no era tan mala, ni frío ni calor, pero a su piel, a todos sus
poros les había dado por abrirse y expeler agua salada. Por lo menos no se
había orinado aún.
Avanzó un par de pasos hacia
la salita mirando hacia todos lados. Allí no había nada.
La luz de la linterna, iluminó
el manojo de llaves tirado más allá del marco de la puerta abierta. Avanzó un
par de pasos más y seguía antojándosele aquel lugar con las distancias más
grandes que en su vida hubiera visto.
—¿Quién me manda a andar en
estas mierdas? –Se preguntó con voz insegura— Dios te salve María llena eres de
gracia…
Llegó hasta la puerta de aquel
espacio abierto e iluminó los objetos allí reunidos. Nada extraño, solo cuadros
sin pintar y cajas. Además, en el centro algunos de los censores y la maleta de
los censores abierta mostrando sus innumerables cables.
“Aquí no hay nada” pensó.
—Boss –llamó con la voz más
quebrada que se pudiera imaginar. Como si fuera a echarse a llorar en aquel
mismo instante.
El Boss no le contestó.
Se agachó y tomó el manojo de
llaves con la mano con la cual cargaba la linterna. Se echó las llaves en la bolsa
del pantalón y luego tomó de nuevo la linterna del suelo. Se incorporó.
No, aún no tenía esa sensación
de estar siendo mirado desde las paredes, pero sospechaba que en cualquier
momento volvería a surgir.
Se dio la vuelta despacio
tratando de iluminar y mirar todo lo que iluminaba. Todo parecía igual de
extenso y solitario. Recordó, sin querer que allí mismo, cuando estaba
regresando a la cocina comedor había empezado a sentir aquello y se apresuró a
volver.
Llegó hasta la cocina comedor,
giró hacia la izquierda y ya estaba entrando al pasillo cuando a sus oídos y
detrás de él escuchó:
PLAF
—¡Mierda! –exclamó
interrumpiendo un Padre Nuestro que murmuraba a toda prisa.
Sin pensarlo dos veces y
poniendo todas las fuerzas que tenía en las piernas echó a correr hacia la
salida. Allá al fondo se veían las luces de la Toyota chocando contra la pared
y también le parecieron muy, muy lejanas.
Corrió, según él, más de dos
kilómetros antes de llegar al recodo de la pared y luego girar a toda velocidad
hacia la derecha.
Algo, ese algo que parecía
mirar desde las paredes comenzó a agitarse detrás de él y a extender unos
brazos largos y negros que parecían querer alcanzarle. Y cuando cruzó la puerta
de la casa con las piernas como mantequilla, Carlos, sintió dentro de su cabeza
como una caricia mortal, loca, mareadora que apenas le rozó esta vez.
—¡Mierda, mierda, mierda,
mierda, mierda…! –gemía corriendo hacia la puerta de la camioneta que había
dejado, afortunadamente abierta.
Sin pensarlo, pues aquello era
de correr y no pensar, tiró la lámpara de kerosene al suelo y la linterna de
baterías sobre el asiento del acompañante. Se subió al automóvil y sin cerrar
la puerta quitó la emergencia, aceleró y puso primera.
La camioneta salió volando por
el portón principal de La Casona y giró hacia la derecha, con rumbo a
Tegucigalpa, a toda velocidad. Al girar, pareció derrapar un poco sobre la
grava.
La lámpara de kerosene quedó
de lado, tirada sobre la hierba verde. Brilló durante toda la noche hasta que
se le acabó el combustible. Se apagó a eso de las dos de la madrugada con un
suave chasquido.
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