miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 10





Dijimos que el tiempo entre los dos mundos, entre Arum y la Tierra corría distinto y así es. Un minuto acá son dos meses allá. Humberto murió después de dos minutos, cuatro meses, sesenta días de acá.
Pero mientras Humberto daba su primera bocanada de aire envenenado en Arum, aquí, ya se le estaba buscando por todos lados y cuando terminó de darla ya se le había declarado desaparecido.
Carlos Eduardo, su ayudante, se durmió unos cuantos minutos después de que su jefe entrara en la casa. Por unos instantes estuvo pendiente del walkie talkie, pero al no recibir ninguna llamada había pensado que todo iba bien allá adentro. Además, el dolor en la cabeza parecía haber remitido y sólo quedaba una especie de latido parpadeante en la frente. Así pues, con la conciencia tranquila y la seguridad de que a su jefe no le había sucedido nada malo, se durmió.
Cuando volvió a abrir los ojos fue debido a un sonido insistente.
CLONCK, CLONK, CLONK
Le parecía haber estado soñando durante mucho tiempo, pero no recordaba qué. Y aquel sonido parecía haber surgido del sueño. O por lo menos de la última parte del sueño.
Se levantó despacio del catre sin dejar de escuchar aquel sonido acompasado que parecía repetirse cada veinte segundos. Abrió los ojos hasta estar sentado a la orilla del catre. Miró, con asombró que ya estaba comenzando a oscurecer. Debían de ser ya casi las seis de la tarde. Soltó el aparato de comunicación que estaba muerto y lo dejó sobre el catre.
Se puso en pie, se tocó la frente (el dolor ya no estaba), avanzó hacia la puerta de la tienda que continuaba estando abierta y salió al exterior. Sí, la noche estaba llegando.
Los golpes sonaron con mayor insistencia. Venían de su derecha. Miró hacia allá y se preguntó dónde estaría el jefe. Quizás siguiera en el interior de la casa. Le echó un ojo a la casa y no vio nada. La puerta cerrada, las luces apagadas, solo un edificio en silencio. El brillo del sol de la tarde se reflejaba sobre los cristales.
Volvió a escuchar el sonido a su derecha y miró hacia allá. Venía del enorme portón del arco con las palabras La Casona encima. Le pareció ver la cabeza de alguien allá sobre la pequeña declinación del terreno.
—Hola –escuchó.
Sí, había alguien allá.
Caminó con paso inseguro hacia allá y cuando el alguien que estaba en la puerta le vio dejó de darle a uno de los barrotes con la piedra con la cual le estaba dando.
Se trataba de una mujer embarazada que traía una manta y una olla.
—Buenas tardes –saludó Carlos.
—Buenas tardes. Aquí les traigo la cena.
¿La cena? El jefe no le había dicho nada acerca de cenas, pero seguramente él había arreglado todo aquello.
—Llevo horas tocando –dijo la mujer como en una queja.
—Disculpe… estaba dormido en la tienda y no la escuché –se disculpó Carlos mirando de nuevo hacia la silenciosa casa— ¿Cuánto tiempo lleva más o menos aquí?
—Creo que cuarenta minutos –dijo la mujer avergonzada porque había hablado con irritación.
—¡Oh, diablos! –dijo Carlos pensando en la posibilidad de algo terrible.
Abrió el portón lo suficiente como para que la mujer pasara, pero esta no lo hizo. Esperaba, quizás que el hombre tomara los paquetes y la despidiera. Al final entró.
—Esta casa –dijo la mujer caminando al lado de él –está embrujada.
Vaya si no lo sabía él. No le respondió. Estaba preocupado por Humberto. ¿Qué estaría haciendo en el interior de esa casa? si mal no recordaba eran las dos de la tarde, más o menos, cuando le había visto por última vez.
Llegaron junto a la tienda y la mujer se veía nerviosa. Carlos le indicó que metiera las cosas en la tienda y lo hizo de inmediato, saliendo casi al instante. Parecía tener prisa y no quería ni mirar hacia la casa. Carlos la miró y comprendió, de alguna manera aquel, miedo.
—Gracias –le dijo.
Y sin decir nada más, la mujer emprendió el camino de la entrada a la propiedad. Carlos se quedó unos instantes mirándola irse, parecía apurada y temió que se cayera y en su estado.
La mujer salió, cerró el portón y como alma que lleva el diablo comenzó a bajar hacia el pueblo.
Carlos se volvió a mirar hacia la casa. No quería volver a entrar allí. Temía lo peor. Pero la experiencia vivida no le parecía algo adecuado a sus intereses. Pero, tenía que buscar a su jefe.
Entró en la tienda. Buscó el walkie talkie y trató de encenderlo, pero la pila estaba muerta. Miró hacia todos lados y vio una linterna grande. La tomó y volvió a salir de la tienda. La noche se les venía encima y el jefe no salía. Con paso inseguro avanzó hacia la casa.
La puerta estaba abierta, pero ni loco iba a entrar allí. Se había jurado y perjurado que jamás volvería a entrar en aquel lugar, aunque su amigo estuviera agonizando allá adentro. Bueno, quizás no eso, pero…
Dio la vuelta por la izquierda a la casa y fue hacia lo que supuso era una de las dos ventanas que daban a la cocina y se asomó. Él nunca lo supo, pero por esa misma ventana Humberto lo había mirado tirado en el pasillo y había entrado a por él. Encendió la lámpara y alumbró con ella el interior de la cocina. Allí, en una esquina la cortina parecía estar un poco movida. Nada. No se veía nada.
Trató de encontrar otros resquicios por donde asomarse al interior, pero no los había. Malditos protocolos. Si al menos, los dos hubieran entrado al mismo tiempo, abriendo puertas y ventanas, corriendo cortinas y, en fin, abriendo todo. Pero no, estaban los malditos protocolos.
La noche comenzó a caer en serio y volvió a la tienda. ¿Dónde estaba el jefe? era la pregunta. Miró La Toyota y se cuestionó si lo mejor era ir a buscar ayuda o esperar. Pero ¿Esperar qué? Lo más seguro era que algo hubiera ocurrido en aquella casa.
Se acercó a La Toyota y comprobó que las llaves estaban puestas en el encendido. Se estableció una lucha en su interior.
¿Y si su jefe estaba tirado en algún lugar de la sala como lo había estado él? ¿Y sí se iba y en ese tiempo de ausencia su jefe moría? Él había estado convencido de que allí iba a quedar.
Miró de nuevo las llaves, la casa, la tienda, el portón. Él no era hombre de ideas, sólo tecnólogo.
“Uno se agarra de lo que sabe”
Esa frase le parecía adecuada al momento. Y la había dicho su tía, como siempre. ¿Y qué sabía él? Tecnología.
Entró en la tienda con la lámpara encendida. Ya era de noche y todo estaba en penumbras. Buscó la lámpara de keroseno y la colocó en el centro de la mesa; mientras pensaba que haría a continuación. Encendió la lámpara y la reguló hasta que el gas estuvo lo suficientemente estable. El ruidito a gas saliendo del interior le recordaba siempre una respiración continua.
Dejó la lámpara de keroseno encendida en el centro de la mesa y se dejó caer de nuevo en el catre. Tenía que pensar. Agarrarse de lo que se sabe.
Pensó en todos los aparatos metidos en las cajas y ninguno le pareció adecuado.
“Piensa, piensa, piensa” se amasó las sienes como si ese acto le ayudar a pensar.
Allí sólo estaba el Spiricom, los sensores de ruido, de movimiento, luces…
¡Luces!
De inmediato se puso en movimiento. Bajó una de las cajas que estaba sobre el catre de Humberto y buscó tratando de serenarse un juego de luces parecidas a las utilizadas en los árboles de navidad. Las sacó y las extendió. Funcionaban con pilas y eran de color azul, para poder ver los posibles espectros. Las conectó a las pilas, las probó.
Con paso decidido y armado de la lámpara de kerosene y la de pilas, fue hasta la puerta de la casa.
—A la mierda el protocolo –dijo en voz alta y su voz le sonó temblorosa. Un mal signo.
Lo del protocolo lo había dicho porque no se había puesto el estúpido traje de aluminio. Que le iban a estar interesando a él esas sutilizas en ese momento.
Se metió las pilas en las bolsas traseras y luego, como si fuera una serpiente, se enrolló las luces en el cuerpo comenzando por la cintura, subiendo por el estómago, por el pecho, hasta llegar al cuello. Allí, en el cuello, se las aseguró para que no resbalaran.
Se detuvo en sus pensamientos al volverse y ver La Toyota a unos cincuenta metros de la casa. De repente se le ocurrió algo. Si salía pitando de la casa debería de tener todo listo. Y con todo listo se refería a un medio de escape rápido.
Dejó, sin pensarlo más, la lámpara de kerosene enfrente de la casa, en el piso y fue hasta la Toyota, encendió el motor, encendió los faros y luego con pasos muy grandes fue a abrir el portón. Abrió las dos hojas y las detuvo con un par de piedras para que no se cerraran. Después, casi corriendo y con las luces agitándose sobre su cuerpo, regresó hasta el auto. Lo llevó hasta el frente de la casa y dándole la vuelta con la trompa hacia la salida bajó, dejando el motor en marcha y las luces encendidas.
Toda la operación le había llevado unos diez minutos y estaba sudando a buen ritmo.
Volvió enfrente de la puerta y la empujó hasta que la hoja chocó contra la pared. Encendió las luces de su cuerpo y éstas como azules luciérnagas, comenzaron a brillar por todo su torso. Tomó la lámpara de keroseno y con la linterna en la otra mano, también encendida dijo antes de dar el primer paso:
—Protégeme Dios mío.

***

Llegó hasta enfrente de la pintura del hombre montado en el caballo y como una antorcha lo iluminó todo. Los dos pasillos, el de la izquierda y el de la derecha.
—Con Dios me acuesto y con Dios me levanto –recitaba recordando todas las oraciones habidas y por haber que había aprendido, casi sin quererlo en su niñez—. Dios te salve María, llena eres de gracia…
Giró hacia la izquierda, hacia el pasillo que daba a la cocina comedor y le pareció un pasillo demasiado largo para una casa tan pequeña. Tragó saliva y dirigió hacia allá el chorro de luz de la linterna. Sólo estaba el fondo del pasillo. Nada. Ni siquiera huellas en el piso.
Miró hacia su izquierda, las luces de la Toyota iluminaban con bastante potencia el pasillo.
—Que Dios me proteja, que Dios me cuide. Alabado sea tu nombre, mi Dios…
Lo que se le ocurriera. Lo importante era mantener la mente, y la voz ocupada en Dios.
Avanzó hacia la cocina comedor con la sensación de llevar debajo del vientre un par de troncos por piernas. Le parecían tan lejanos aquel par de pies y de piernas.
—Ángel de la Guarda, mi magnífica compañía. No me abandones ni de noche, ni de día. Padre Nuestro que estás…
Aquel pasillo le resultaba demasiado largo. Muy, muy largo para que lo contuviera una casa común y corriente.
Llegó a la cocina en un tiempo que a su consciencia le pareció muchas horas. La luz de la lámpara de mano, la de kerosene y las luces sobre su pecho lo iluminaron todo dándole a los objetos formas no muy definidas, pero al menos sus formas. Por allá estaba la estufa, las alacenas, la mesa. Giró hacia la derecha y vio hacia el fondo. Allí estaba la puerta aquella que le había llamado la atención en su incursión de las diez de la mañana. Una incursión que desde aquel momento y lugar le parecían tan lejanas.
—Señor Jesús… guía mis pasos y no me dejes caer en la tentación. Te prometo tantas cosas, como por ejemplo dejar de manosearme allá…
Sudaba copiosamente y la temperatura no era tan mala, ni frío ni calor, pero a su piel, a todos sus poros les había dado por abrirse y expeler agua salada. Por lo menos no se había orinado aún.
Avanzó un par de pasos hacia la salita mirando hacia todos lados. Allí no había nada.
La luz de la linterna, iluminó el manojo de llaves tirado más allá del marco de la puerta abierta. Avanzó un par de pasos más y seguía antojándosele aquel lugar con las distancias más grandes que en su vida hubiera visto.
—¿Quién me manda a andar en estas mierdas? –Se preguntó con voz insegura— Dios te salve María llena eres de gracia…
Llegó hasta la puerta de aquel espacio abierto e iluminó los objetos allí reunidos. Nada extraño, solo cuadros sin pintar y cajas. Además, en el centro algunos de los censores y la maleta de los censores abierta mostrando sus innumerables cables.
“Aquí no hay nada” pensó.
—Boss –llamó con la voz más quebrada que se pudiera imaginar. Como si fuera a echarse a llorar en aquel mismo instante.
El Boss no le contestó.
Se agachó y tomó el manojo de llaves con la mano con la cual cargaba la linterna. Se echó las llaves en la bolsa del pantalón y luego tomó de nuevo la linterna del suelo. Se incorporó.
No, aún no tenía esa sensación de estar siendo mirado desde las paredes, pero sospechaba que en cualquier momento volvería a surgir.
Se dio la vuelta despacio tratando de iluminar y mirar todo lo que iluminaba. Todo parecía igual de extenso y solitario. Recordó, sin querer que allí mismo, cuando estaba regresando a la cocina comedor había empezado a sentir aquello y se apresuró a volver.
Llegó hasta la cocina comedor, giró hacia la izquierda y ya estaba entrando al pasillo cuando a sus oídos y detrás de él escuchó:
PLAF
—¡Mierda! –exclamó interrumpiendo un Padre Nuestro que murmuraba a toda prisa.
Sin pensarlo dos veces y poniendo todas las fuerzas que tenía en las piernas echó a correr hacia la salida. Allá al fondo se veían las luces de la Toyota chocando contra la pared y también le parecieron muy, muy lejanas.
Corrió, según él, más de dos kilómetros antes de llegar al recodo de la pared y luego girar a toda velocidad hacia la derecha.
Algo, ese algo que parecía mirar desde las paredes comenzó a agitarse detrás de él y a extender unos brazos largos y negros que parecían querer alcanzarle. Y cuando cruzó la puerta de la casa con las piernas como mantequilla, Carlos, sintió dentro de su cabeza como una caricia mortal, loca, mareadora que apenas le rozó esta vez.
—¡Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda…! –gemía corriendo hacia la puerta de la camioneta que había dejado, afortunadamente abierta.
Sin pensarlo, pues aquello era de correr y no pensar, tiró la lámpara de kerosene al suelo y la linterna de baterías sobre el asiento del acompañante. Se subió al automóvil y sin cerrar la puerta quitó la emergencia, aceleró y puso primera.
La camioneta salió volando por el portón principal de La Casona y giró hacia la derecha, con rumbo a Tegucigalpa, a toda velocidad. Al girar, pareció derrapar un poco sobre la grava.
La lámpara de kerosene quedó de lado, tirada sobre la hierba verde. Brilló durante toda la noche hasta que se le acabó el combustible. Se apagó a eso de las dos de la madrugada con un suave chasquido.

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