miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 12





Se había detenido enfrente de la iglesia y aparcado junto a la acera de la casa comunal que estaba pegada a la iglesia. Sin saberlo había ocupado el mismo sitio que ocupara su esposo una semana antes.
Se bajó del auto y se encaminó hacia la iglesia. Su motivo si era rezar. Pedirle a Dios consuelo y consejo.
Miró en las gradas de la pequeña ermita a los mismos viejos que había mirado Humberto, los saludó con un buen día y sin esperar respuesta entró al templo. En el interior del edificio sintió el aire más fresco que el de afuera y hasta un poco de frío. No había nadie en el interior.
Avanzó por toda la bóveda hasta llegar frente al altar. Allí, ocupando la primera fila se sentó sobre la banca. En el suelo, enfrente de ella había un reclinatorio muy largo. Se hincó, juntó las manos y rezó:
“Padre Celestial, si Humberto está vivo, hazle saber que lo esperamos. Y si está muerto, que aparezca su cuerpo… por favor, por favor, por favor”.
En ese momento y como respuesta a su plegaria, de alguna manera, escuchó pasos detrás de ella. Abrió los ojos y miró, esperanzadora, hacia atrás. No, no era él. Se trataba de un hombre enfundado en una larga sotana negra. Era un sacerdote.
—Buenos días, hija –dijo el hombre que tendría unos cincuenta años y ya mostraba algunas arrugas y el cabello encanecido por varios sitios.
—Buenos días, padre –saludó ella tratando de sonreír. Después de todo si le quedaban aún lágrimas, algunas corrían mejilla abajo.
Al ver aquellas lágrimas, el sacerdote se detuvo y la miró desde casi enfrente de ella, ante el altar.
—¿Sucede algo, hija?
—No, padre… no…
Pero el hombre lo dudó un poco y se acercó a ella.
—No te preocupes –le dijo—. Para ayudar a las personas estamos aquí.
Se sentó en la misma banca a unos dos metros de distancia de ella.
—No sé, padre –dijo entre sollozos e hipidos—, si se enteró de los que sucedió en La Casona.
—Ah, sí. Es una pena… la desaparición de un investigador… sí… sí lo sé. Él estuvo aquí ese mismo día.
El rostro de Nicolle, si no hubiera estado llorando, se iluminó.
—Humberto… Humberto Maldonado, creo que se llamaba.
—Sí, padre. Él era mi esposo.
Un pequeño silencio se estableció entre ellos.
—Oh, lo siento, hija. Es algo… penoso.
—Lo sé, padre. Y lo peor es que nadie sabe nada. Nadie dice nada de lo que pudo haber pasado. ¿Usted cree posible que alguien se pueda esfumar así por así? De la nada…
—Lo sé, hija. Eso está tan lejos de las leyes físicas, pero…
Otro silencio algo molesto entre ambos.
—Dios actúa de formas tan extrañas…
—¿Usted cree que Dios tuvo que ver algo con esto? –dijo irritada y subiendo la voz sin quererlo.
Su voz se agrandó por el lugar donde se encontraba y rebotó durante algunos segundos.
—Lo siento, padre… pero es que… —se disculpó.
—Lo entiendo, hija… es que es tan extraño. He orado todos estos días para que aparezca sano y salvo. Le he pedido a Dios que me indique lo que puedo hacer al respecto, pero sólo nos queda esperar.
—¿Mencionó él algo extraño, padre?
—No… sólo me estuvo preguntando acerca de las cosas en las que cree el pueblo. Nada más y sentí que lo que hacía le apasionaba. Yo no sé de ese mundo que él investigaba, más que lo que sabe el pueblo.
—Gracias padre… le agradezco su plática y su interés. Yo seguiré esperando. Algún día conoceré la verdad. Y como dijo Cristo: la verdad me hará libre.

***

Todo aquello había sucedido antes de que él último cliente de Humberto llegara a su casa. Ahora, allí lo tenía. Habían pasado desde la desaparición casi dos semanas. Le estaba prometiendo hacer hasta lo imposible por encontrarlo, pero habían pasado aquellas dos semanas y no había hecho absolutamente nada. Eso quería gritarle para que se enterara de lo molesta que estaba. Pero luego, reflexionando al respecto llegó a la conclusión de que con esa actitud no llegaría a ningún lugar.
—Hemos buscado por todo el terreno –dijo don Esteban—. Tengo a un grupo de más de veinte hombres, en parejas, recorriendo toda la propiedad.
—¿Y la casa? –preguntó Nicolle interrumpiéndolo.
—La casa es otro cuento –dijo el hombre tratando de sostenerle la mirada—. Nadie se atreve a entrar. Y los últimos que lo hicieron…
Guardó silencio. Y como siempre, el silencio fue más elocuente que las palabras.
—Hay, en Estado Unidos –continuó el hombre— un grupo de personas dedicadas a la caza de fantasmas. O como le llaman ellos, limpieza de casas de malos espíritus. Son los más reconocido a nivel mundial… les he pedido que vengan a Honduras para que realicen dicha limpieza. Vendrán dentro de tres meses… no pueden antes.
Otro silencio.
—Pero, le aseguro que su esposo no está en La Casona. El grupo de personas que entró y que salió huyendo, entraron a todas las habitaciones y juraron que no había ningún cuerpo allí. Sólo los sensores… los cuales continúan allí.
—¿Cuántas personas entraron?
—Por seguridad… entraron veinte y tríos. La idea era limpiar la casa o averiguar si se encontraba su esposo, allí… nada. Y salieron, casi atropellándose los unos a los otros. Vomitaron todos y todos dijeron sentir esa sensación que comentó el socio de su esposo: la sensación de estar siendo observados desde las paredes.
—¿Y sí sabía que era tan peligroso? –preguntó una vez más Nicolle sintiendo que la sangre se le acumulaba en las sienes— ¿Por qué llamó a mi esposo?
—Yo… lo siento. No sabía que estaba así la cosa. Es como si con el paso del tiempo, algo se fuera haciendo más grande. Nosotros, mi familia y yo… teníamos la costumbre de ir a La Casona, todos los fines de semana, pero cuando nuestros hijos comenzaron a decirnos que sentían cosas raras… todos, dejamos de usarla. Mi padre murió en mil novecientos setenta y cuatro allí, en la casa y me la heredó junto a toda la propiedad y comenzamos a visitarla los fines de semana por esa época. Sólo fuimos, quizás unas cinco veces… mis hijos: Anamaría, Miguel y Carla estaban muy pequeños y sobre todo Anamaría, quien tenía apenas dos años, no paraba de llorar durante toda la noche, aunque durmiéramos con ella. Nos señalaba hacia las paredes y parecía como si estuviera trastornada… como si viera algo allí. Así que después de intentarlo varias veces y ver el terror de nuestros hijos, decidimos no volver a ir, por lo menos hasta que se solucionara el problema. Creíamos, mi esposa y yo que con los años nuestros hijos iban a superar aquello… pero…
Se puso muy pálido quizás al recordar algo.
—Hace dos años, cuando fui para volver a habilitarla estaba toda montosa. Las paredes parecían bañadas en polvo del camino… entré y no noté nada extraño. Todo, adentro, parecía como si hubiera estaba metido en una cámara de compresión… soy ingeniero y comprendo de todas esas cosas. Por lo general las casas que se quedan solas mucho tiempo empiezan a acumular polvo y hasta deteriorarse todas las cosas en ellas. Pero allí, allí no había ni una sola partícula de polvo. Como si todo, allí, hubiera estado protegido por algo… no sentí absolutamente nada de lo que dicen sentir los que han entrado últimamente allí. Mi idea era volver a utilizar la casa como casa de campo. Y con ese fin puse a alguien a limpiar el exterior ya que el interior no lo necesitaba…
Aquí hizo una pequeña pausa como buscando ayuda a sus ideas.
—Contrate a don Ubaldo Sánchez, un señor del Ocotal que había estado sin trabajo durante mucho tiempo y que nadie quería contratar porque es muy dado a la bebida. Pero yo si lo hice… y la verdad fue porque nadie más parecía dispuesto a hacerlo. Busqué y busqué por todo el pueblo y nadie se atrevía a decirme que sí. Sólo don Ubaldo. Le indiqué el trabajo y se puso a hacerlo. Quizás fue el alcohol lo que le ayudó a soportar toda una semana, pero cuando volví a llegar ya no estaba. Había limpiado toda la parte frontal de la casa, pero por lo visto, cuando llegó a la parte de atrás… no siguió. Lo busqué en el pueblo y lo encontré en la cantina, totalmente borracho. Según el dueño del estanco llevaba allí un día completo y había llegado desesperado mencionando que lo seguía el diablo… cuando traté de preguntarle a él acerca de eso del diablo me dijo que no volvía allí… que no volvía mientras estuviera con vida. Yo no le creí y hasta le dije a su esposo cuando aceptó el encargo de limpiar la casa… que don Ubaldo iba a llegar….
—¿Cree que haya visto algo… dentro de la casa?
—No lo sé… ahora ni yo me atrevo a acercarme a esa casa… sé que allí hay algo. Por eso busqué a su esposo… porque muchas personas me lo habían recomendado. Pero si yo hubiera sabido que…
Otro de aquellos molestos silencios se sentó un rato entre ellos. Cada uno parecía rumiar sus propias ideas.
—Lo siento –murmuró don Esteban con una voz tan baja que Nicolle tuvo que afinar un poco los oídos para captarle.
—Así es la vida –dijo ella como para convencerse de que Humberto ya jamás regresaría, estuviera donde estuviera.
—Si hubiera sabido que tan mal estaba la cosa, o que iba a suceder esto, jamás lo hubiera llamado. Se lo aseguro.
Al final se despidieron como amigos. ¿Qué más se podía hacer? ¿Proceder legalmente? ¿Cómo? Faltaba el cuerpo del delito. Y justamente ese era el problema.
El cuerpo de Humberto Maldonado, de treinta y seis años, jamás apareció.

***

Después de los sucesos de la desaparición de Humberto Ezequiel Maldonado la casa conocida como La Casona, volvió a quedar sola durante mucho tiempo. Los investigadores que según don Esteban iban a venir en los meses siguientes fueron posponiendo la fecha hasta límites insospechados. El motivo, nadie los supo.
Lo cierto es que, durante muchos meses, después de los sucesos, muchas personas que pasaban a plena luz del día, o aun peor, cuando la noche ya había caído comenzaron a comentar varios sucesos o situaciones con respecto a la casa.
Muchos, comentaban, al llegar al Ocotal, que, al pasar por la casa embrujada, como le comenzaron a llamar con mayor frecuencia, ocurrían cosas que se podrían catalogar en de tres tipos de acuerdo al sentido que estimulaban.
Las primeras eran de tipo visual: las personas que pasaban por allí, entre el pasto que volvía a estar crecido, decía ver sombras moviéndose, como animales salvajes, oscuros que se quedaban quietas, parecían mirar hacia la carretera y luego volvían a desaparecer. Otros, decían haber visto sombras gateando sobre las tejas de la casa. Sombras parecidas a serpientes o a gatos de aspecto terrorífico. Y cuando decían terrorífico solían mencionar las formas de desplazarse de dichas sombras: como arrastrándose, de una manera rapidísima. Apareciendo y desapareciendo como si la velocidad fuera su norma.
Las segundas eran de tipo auditivo. Algunos decían haber escuchado sonidos parecidos a gritos saliendo de La Casona, otros a rugidos, otros como a ronroneos y otros más atrevidos decían que carcajadas malvadas.
Y las terceras, que parecían las más comunes tenían que ver con los olores. Los olores que salían de aquella casa, y que estaba unos cien metros de la carretera, llegaban hasta las afueras y parecían inundarlo todo. Eran olores que variaban de acuerdo a la hora. Pero todos coincidían en lo desagradables que eran.
A las seis de la mañana parecían olores a carne podrida, al mediodía a establos sin limpiar durante mucho tiempo, por las tardes como si fueran heridas abiertas y secas. Y por la noche apestaba a ropa podrida.
Aquellas cosas, como ya dijimos, muy pronto se diseminaron por todo el pueblo y las comunidades alrededor. Y lo peor de todo era que nadie parecía hacer nada al respecto.
—Allí –dijo Ubaldo Sánchez al escuchar como comentaba algo lo de las sombras— sucede algo muy, muy malo.
Y todos lo miraban, comprendiendo que el borracho decía la verdad, pero sin poder hacer más que los comentarios.
—¿Qué harías tú –le preguntó el tabernero— si pudieras hacer algo al respecto?
El hombre, totalmente alcoholizado, pero con la mirada perdida y con una luz de inteligencia allá en el fondo dijo, sin apartar la mirada de la oscuridad que entraba por la puerta abierta:
—Yo le echaría un galón de gasolina y después le prendería un fósforo. Y no sólo a la casa, sino a todos esos terrenos malditos.

Capítulo 11





Carlos Eduardo Aceituno estuvo a punto de dar vueltas dos veces en su alocada carrera hacía la ciudad de Tegucigalpa. En la segunda una patrulla lo detuvo. Más adelante les dio las gracias porque si no se hubiera detenido quizás hubiera dado vuelta o matado a alguien.
—¿Pero, por que corría de esa manera? –le preguntó un policía algo asustado.
—No sé cómo explicarlo…
Pero al final lo explicó. Debía de explicarlo si quería que alguien más se interesara por el asunto. Y como era de esperarse nadie lo creyó. Al final lo sacaron de la celda temporal en la cual lo habían metido y lo despacharon con una sonrisa de condescendencia.
Lo soltaron al siguiente día. Miércoles. Día de trabajo.
Se sentó en un banco muy cerca de la posta de policía y trató de pensar con lógica en todo lo ocurrido. ¿Cuánto puede pasar en la vida de una persona en menos de veinte horas? Y ¿Qué haría ahora?
Regresar a la oficina y contarle todo a Abigail y a Martha y luego a Nicolle, eso era lo lógico. Tendría que asumir esa responsabilidad. ¿Y qué había del señor Esteban Landa? También tendría que contarle todo.
Respiró hondo, muy, muy hondo y luego se puso en pie. La Toyota estaba en el estacionamiento de la posta policial. La buscó, se montó y se fue hacia la oficina. En los pocos kilómetros que había desde aquel punto hasta la oficina tuvo un poco de tiempo para repasar lo que había sucedido en aquella casa.
Todo aquello no tenía lógica, ni nunca lo tendría.

***

Los siguientes días transcurrieron en una especie de infierno lento para Carlos. Veía ir y venir a la gente y todas volvían a preguntarle lo mismo. Repitió la misma historia tantas veces que llegó un momento en el cual comenzó a variar la historia en algunos puntos. Aquello era de locos.
A Humberto Maldonado se le dio como oficialmente perdido una semana después de haberse perdido. Nunca se supo cómo y por qué. Y como sucede siempre, entre el género humano, sólo su esposa e hijos le siguieron extrañando y buscando.
Y don Esteban quien de alguna manera se consideraba el responsable directo por la desaparición del investigador trató, por todos los medios de encontrarse ese sentido a la desaparición. Sí, siempre se había hablado de su casa como embrujada, pero jamás, que el supiera, se había perdido un ser humano dentro de ella.

***

—Le aseguro, Nicolle –le dijo a la esposa de Humberto Maldonado cuando la visitó en su propia casa— que voy a llegar al fondo del asunto.
—Se lo agradezco –le dijo ella con los ojos irritados de tanto llorar.
—Voy a ir yo mismo al Ocotal y con un grupo de hombres trataremos de dar (con lo que sea que sea ahora su esposo), con él.
Después de darlo declarado oficialmente desaparecido, el asunto, como si eso era suficiente, había pasado a ser de segundo plano.
Su esposa, acompañada de sus hijos, se había acercado a la Casona. Para entonces ya la tienda de campaña y la puerta averiada habían desaparecido. Alguien, algún empleado de don Esteban, habían dejado la casa como si nada hubiera ocurrido allí.
“Es una casa tétrica” había pensado Nicolle sin expresarlo abiertamente.
Los niños estaban en la escuela y ella, por iniciativa propia y porque extrañaba a su esposo había decidido ir a ver dónde había desaparecido. Había escuchado la versión de Carlos Aceituno tantas veces que ya se la sabía de memoria. Y todo estaba bien, hasta el momento en el cual escuchaba la parte donde su esposo no estaba. Era, era algo que no tenía lógica.
¿Cómo era posible que un ser humano desapareciera así por así de la nada? No, todo en la vida tenía una explicación. Eso le habían enseñado en su hogar: todo en la vida tiene una explicación lógica.
Así pues, había ido a La Casona.
La Casona, una semana después de la desaparición de Humberto, había sido objeto ve muchas visitas y aún se veían las huellas de esas visitas regadas por todos los rincones: pedazos de cartones que decían no pasar, hojas de periódicos volando aquí y allá (a alguien de los allegados le había dado por leer el periódico), algunos platos de cartón… en fin, huellas de la presencia de personas en el lugar. Ella se había negado a acercarse al lugar durante toda aquella semana porque temía un colapso nervioso.
Pero una semana después todo parecía un sueño. Algo que le había ocurrido a alguien más, no a ella.
Había llegado, pues, muy temprano, después de dejar a los niños en la escuela.
Dejó La Toyota, cerca del portón en cuya parte superior decía La Casona y se apeó mirando el panorama desde el exterior. El portón estaba cerrado con cadena y con candados, pero los hilos de alambre que había junto a él, a la derecha, parecían muy destemplados, como si alguien hubiera entrado y salido con mucha frecuencia del lugar.
Se acercó al portón y observó, a lo lejos, la fachada de la casa de tejas rojas. Desde aquel lugar se le antojó una bestia enjaulada, muy callada y muy peligrosa. Pero en ese momento, ella no sentía miedo, sino cólera. Una cólera muda que parecía agrandarse en la zona de la garganta, pero que no podía sacar pues no tenía sentido.
Lo único real era que su esposo había desaparecido. Que ya llevaba, para entonces, una semana, sin verlo ni escucharlo y la única respuesta era la historia contada por Carlos Aceituno. Una historia, a todas luces de la lógica, ilógica.
Había apretado dos barrotes del portón mientras observaba aquella casa y la furia parecía irse agolpando un poco más sobre su garganta. Quería gritarle a aquella casa que le devolviera a su esposo, pero sabía que eso era imposible.
Soltó los barrotes y tenía las palmas de las manos rojas, irritadas de tanto apretar. Soplaba un viento refrescante que agitaba su cabello castaño y le acariciaba las mejillas, pero nada más. El ambiente era agradable, pero en su interior se estaba despertando la ira que durante muchos días había tratado de calmar. Quizás, ir a aquel lugar no había sido buena idea, después de todo.
Había dominado sus lágrimas y luego, sin pensarlo un poco más, se había introducido por entre los flojos hilos del alambre de púas. En algún momento, mientras pasaba esta débil barrera, había temido que su cabello o la ropa se enredaran entre las filosas púas de hierro. No había sido así.
Entró, pues, en los terrenos de La Casona y con paso firme, aunque algo cansado, recorrió los cien metros que separaba la casa de la carretera. La acera de piedras y cemento le pareció algo fuera de lugar allí en el campo, pero de todas maneras no le metió mucha cabeza al asunto.
Llegó hasta enfrente de la casa y se imaginó, por el repetido relato de Carlos, que allí, un poco más atrás, habían levantado la tienda con todos los aparatos. El centro de mando, como le llamaba Humberto. Para él ya no habría más centros de mando. Dominó las ganas de llorar. Sólo de recordar lo apasionado que era su esposo por aquellas cosas le puso la carne de gallina.
Y como sucede con el cerebro cuando se recuerda a alguien, su mente se fue hacia el pasado, recordando el momento justo cuando le había conocido.

***

Nicolle Melissa Duarte, por aquel entonces, tenía veintiséis años, era maestra de primaria y estaba más concentrada en su trabajo que en hacer su vida emocional. Hija de dos maestros, y hermanas de otros tres, su destino, como siempre lo había predicho: era también serlo.
Corría el año de mil novecientos setenta y dos y su padre se había metido en un lío legal algo complicado y ella, desesperada, porque siempre le desesperaban los problemas de la familia, había acudido a un famoso bufete de abogados con la esperanza de solucionar el lío de su testarudo padre.
Los abogados, como era de esperarse, la escucharon con mucha atención y después de asegurarle que ellos no llevaban ese tipo de asuntos debido a su simplicidad le habían dicho que si estaba dispuesta a pagar una gran suma sí lo llevarían. Ella, al escuchar la gran suma casi se desmaya enfrente a ellos.
Como hipnotizada por el horror de haberse visto ante lo que es lo peor de la condición humana sedienta de dinero, Nicolle, con lágrimas en los ojos había tomado la salida del edificio donde estaba el dichoso bufete.
Allí, cuando atravesaba el marco de la puerta hacia la calle se había topado, por primera vez con Humberto Maldonado. Él regresaba del almuerzo y parecía distraído por un par de documentos que leía con mucha concentración y ella con sus ojos nublados: fue inevitable el choque.
“Perdone, señorita” –le había dicho él.
“No se preocupe” –le había dicho ella con una voz quebrada.
No sabía si lo que más dolor le causaba era el lío de su padre o la voracidad con la cual actuaban aquellos abogados. Se imaginaba que eran lobos detrás de ovejas a las cuales perseguían y luego desgarraban con sus dientes y con sus uñas. En eso pensaba cuando chocó con Humberto.
“¿Le pasa algo?” –le había preguntado él.
Y ella, como si sólo faltara alguien que hiciera esa pregunta se echó a llorar desconsoladamente frente al desconocido. El desconocido, conmocionado por aquellas lágrimas la había llevado, con mucho cuidado a que se sentara en una de esas bancas largas que había en el vestíbulo del edificio. Allí, la sentó y con palabras suaves le fue sacando los motivos.
Y como si se tratara de la cosa más sencilla y natural del mundo, él le había dado la solución al asunto:
“Lo único que hay que hacer es esto… y aquello…”
Ella, como si viera la luz después de un día bastante nublado y lluvioso, lo comprendió todo y se sintió liberada de un enorme peso. Él, se había ofrecido, sin ningún costo a hacer todo el papeleo siempre y cuando ella le proporcionara algunos documentos.
A partir de allí, se habían hecho muy buenos amigos. Empezaron a salir y luego vino el noviazgo. Un noviazgo que duró tan poco porque como es natural en un hombre y una mujer, el deseo de contacto físico fue más fuerte que la prudencia que recomiendan las madres a sus hijas, además, los dos eran adultos y responsables. Supuestamente.
Había quedado embarazada y de inmediato, como con lo del problema de su padre, él se hizo cargo. La llevó a vivir al apartamento que alquilaba y descubrió asombrada que la pasión de su enamorado eran las cuestiones paranormales. Al principio, como era natural, sintió miedo.
Miedo que poco a poco fue superando por las explicaciones racionales que él le brindó al respecto. Por aquel entonces, él tenía como proyecto ya, formar su propia oficina de asuntos paranormales.
“La primera en su género en Honduras” le dijo con emoción.
Y ella siempre le apoyó. Porque qué le queda a una mujer enamorada: apoyar los sueños de su hombre. Eso había hecho ella. Y la vida, para los dos, se asentó. Ella siguió trabajando en la escuela en la cual trabajaba desde hacía cinco años y él siguió con su trabajo de abogado. Trabajo que le fastidiaba y lo hacía notar.
Cuando al fin, Humberto realizó sus primeros casos de investigaciones paranormales, ella había visto el enorme cambio. Ahora no se quejaba de los horarios y hasta pasaba noches completas enfrascadas en la fabricación de algún aparatejo, según él, para ayudar en la búsqueda de la verdad.
Y aunque, al final de cuentas, él terminaba decepcionado por los resultados finales (casi siempre, le confesaba, eran trucos de los seres humanos para aprovecharse de los demás seres humanos), nunca se rendía. Siempre al comenzar un nuevo caso se le veía emocionado y siempre le decía:
“Este parece que sí es real”
Y la misma historia una y otra vez. Y como sucede siempre con las esposas, ella se acostumbró a la misma cantaleta día tras día. Y estaba bien, porque de alguna manera, él se mantenía apasionado por lo que hacía y seguro.
Al inicio, cuando él le hablaba de un posible espectro del más allá, o de cadenas sonando a la media noche, sentía aprensión en el pecho. Quería decirle que no fuera, que no lo hiciera. Pero a medida que fueron pasando los días se enteraba que aquello no era más que un tipo de juego y menos aprensiva se sentía. Era algo natural, normal.
Su hija Melissa nació aquel primer año y Ángel al tercero. Para entonces, Humberto ya había abandonado la profesión de abogado para dedicarse por entero a lo que él llamaba la Investigación Paranormal. Y lo más curioso es que le iba mucho, mucho mejor que como abogado asalariado de otros. Compraron la casa, comenzaron a ahorrar lo suficiente como para al término de un año fundar su propia empresa. Empresa única en Honduras por la época y que abrió el campo a nuevos estudios sobre los fenómenos paranormales.
Les había ido bien desde el principio hasta el punto de que en menos de tres años eran cuatro los que trabajaban en la empresa y muy pronto, tenía intenciones, Humberto, de contratar a más personas.
En el transcurso de siete años que era el tiempo que llevaban de convivencia habían aprendido a entender las preferencias y tiempos del otro. No eran perfectos, como pareja, porque según dicen eso no existe en ninguna de las obras hechas por el ser humano, pero se llevaban bien. Se amaban a su modo.
Y, como sucede siempre, aquella mañana del martes, cuando Humberto había llegado por la tienda de campaña, a ella le pareció intuir algo. Había sido una sensación de cosquilleo en el pecho y aprehensión en las ideas. Aquella excitación que veía en el rostro de su esposo, no era la misma de siempre. Vaya, siempre, cuando recibía un nuevo caso se ponía como loco de emoción, pero aquel día, por lo que pudo notar, había un poco de miedo, también en sus movimientos. El día anterior, según le dijo, había pasado gran parte del tiempo metido en la biblioteca, como siempre antes de un caso, investigando y había encontrado muchos elementos importantes. Le mencionó el nombre de El Álamo como una constante en toda aquella plática y eso lo recordó hasta después.
“Creo que ese lugar –le había dicho— tiene una gran responsabilidad sobre lo que sucede en esa casa”
Ahora, frente a frente a La Casona, se preguntaba cuánto de aquello era realidad o mentira. La verdad era que su esposo llevaba desaparecido una semana. Lo que no podía creer es que ni siquiera hubiera un cuerpo encontrado para enterrar o una tumba, por lo menos, para visitar.
El problema con las desapariciones es ese: queda la incertidumbre de si la persona está viva o muerta. Pueden pasar los años, y hasta los siglos, y la incertidumbre es la misma: ¿Dónde quedó su cadáver? ¿Dónde está? ¿Qué fue lo que en realidad pasó?
Nicolle se quedó de pie ante la casa a unos diez metros de ella.
La casa llamada La Casona, ahora, estaba cerrada de nuevo con un llavín nuevo y con las cortinas de las ventanas corridas. Cualquiera podía asomarse y ver, ahora, el interior. Pero ella no se atrevió a hacerlo.
Allí, podía presentirlo, latía algo raro.
Quizás no lo sintió como lo había hecho Carlos, y quizás su propio esposo, pero sí pudo presentir la sensación esa, de la que tanto insistía en llamar: ojos en las paredes. Se alejó unos cuantos pasos hacia atrás como para abarcar la imagen total de la casa.
Era una casa muy hermosa, grande, y en un espacio amplio: la casa que todos quisieran tener. Pero, sus ventanas, en ese momento, le parecieron ojos inquisidores. Ojos que la miraban a ella.
Eran las diez de la mañana y el sol ya estaba haciendo su función de todos los siglos allá arriba: iluminando todo con sus rayos amarillos. Pero, ella, absorta en mirar toda la casa en conjunto no notó el suave movimiento de las cortinas en una de las ventanas más cercanas a la cocina. Allí donde debía de haber un dormitorio, la cortina se agitó varias veces.
Sólo con el rabillo del ojo, Nicolle, pareció notar algo y volvió a sentir miedo.
Había decidido que no quería acercarse más a aquella casa.
Dio la vuelta y se alejó a pasos apresurados, hacia la salida. Mientras se alejaba de la casa sintió sobre sus hombros la clara idea de estar siendo observada.
Cuando estuvo de nuevo en La Toyota, con el motor encendido y a punto de poner la marcha atrás para dar la vuelta hacia Tegucigalpa recordó que Carlos había dicho que Humberto había bajado al pueblo mientras él se quedaba poniendo los censores.
Decidió bajar al pueblo.