miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 5





A las diez de la mañana del martes seis de marzo Humberto Maldonado y su compañero de trabajo, Carlos Eduardo Aceituno, enfilaban rumbo hacia El Ocotal, a cinco kilómetros de distancia de la capital. Abigail, la secretaría, como siempre, les había recomendado cuidarse y protegerse de cualquier peligro.
—No te preocupes, preciosa –le había dicho Carlos con una enorme sonrisa en los labios –yo cuido del boss.
—¿Ah sí? ¿Y a ti quién te cuida? –lo había desafiado la secretaria.
—Yo me cuido solito desde que estaba en preparatoria –dijo él con orgullo.
—Ah, pues si estamos fregados.
—Cualquier cosa, Abi –los había interrumpido Humberto—, ponte de acuerdo con Martha. Ella está con lo del hospital, pero creo que ya está llegando al meollo. Cuídense ustedes y no se preocupen por nosotros. Estaremos de vuelta el fin de semana.
Esa era la idea.
Tomaron algunas cosas más de la bodega de materiales, donde además de dichos materiales, estaba un estante muy cargado lleno de fólderes con números. Allí se guardaban todos y cada uno de los registros de los casos llevados hasta la fecha.
—¿Usted cree, boss, que vamos a necesitar todo esto? –dijo Carlos mirando el aparato de medición del oxígeno, un aparato pequeño, pero pesado.
—Mientras más preparados estemos, mejor. Recuerda eso.
—Ok, boss.
Cargaron, entonces, con un par de aparatos más, se despidieron de Abigail que volvió a pedirles que se cuidaran y bajaron los tres pisos hasta el estacionamiento.
El automóvil de Humberto era un Toyota camioneta de color entre chocolate suave y chocolate fuerte. “Color mierda” decía Carlos Eduardo en tono jocoso. Se trataba de un auto bastante fiel. Jamás le había dejado atascado en alguna vía de esas sobre las cuales les tocaba transitar con mucha frecuencia. La mayoría de casos eran en la ciudad, pero de vez en cuando, como en aquella ocasión, les tocaba en algún pueblito o aldea fuera del casco urbano. La Toyota, como le llamaban todos los de la AIP, jamás les había defraudado.
Metieron las cosas por la puerta trasera y luego se subieron ellos mismos cada uno en su respectivo asiento. Justo cuando iba a arrancar el motor un hombre en motocicleta se detuvo a dos autos de ellos.
—Debe ser el mensajero de don Esteban –dijo Humberto saliendo del auto y agitando la mano para ser visto.
El hombre de la moto le vio y acudió a él.
—Buenos días— saludó el hombre quitándose el casco. Llevaba una chamarra de color negro brillante y guantes de lana.
—Soy Humberto Maldonado –se presentó Humberto—. El señor Landa…
Sin esperar más, el hombre de la motocicleta metió una mano entre los pliegues de la chamarra y le entregó un sobre de manila. Se dieron las gracias mutuamente y el hombre de la moto se alejó.
Humberto regresó al interior del automóvil pasándole el sobre a Carlos. Éste miro las diminutas letras escritas en él y luego lo abrió.
—Léemelo por favor –le pidió Humberto al tiempo que ponía La Toyota en marcha y salía del estacionamiento.
—Acta de Defunción de María Azucena Landa Perdomo –comenzó Carlos Eduardo fijándose con mucha atención en la caligrafía a mano junto a la letra de imprenta—. Numero de identidad… hora de muerte certificada por el forense diez de la mañana del mes de septiembre, día cinco, año mil novecientos setenta y uno. Causas de la muerte: ataque cardiaco al miocardio. Presenta rictus mortis en todo el cuerpo. Y aquí abajo hay una pequeña nota: se certifica que la occisa, no tenía ningún cuadro clínico de padecimientos del corazón. No tomaba medicamentos, ni tenía ningún tratamiento personal contra dicho músculo cardiaco. Por lo cual se presupone que las causas del miocardio pudieron ser provocadas por una gran impresión. El rigor mortis presentado en sus facciones, manos y articulaciones superiores, fueron causados por esa gran impresión. Sujeto a investigación. Firma el doctor Galileo Montufar con licencia… autopsia realizada el seis de septiembre del año mil novecientos setenta y uno.
Carlos miró a su compañero de viaje quien parecía estar reflexionando profundamente la cuestión.
—Es curioso –dijo al fin Humberto sin apartar la vista de la carretera—, murió por un paro cardiaco, pero ¿Quién se lo provocó? ¿O qué?
—Cualquier cosa pudo haberlo provocado. Yo tenía un tío…
—No estoy seguro, aun de nada, pero creo que nos espera algo de verdad, esta vez –le interrumpió el boss—. Vamos a utilizar todos los protocolos establecidos para los casos paranormales.
—Ok. ¿Llevamos los trajes?
—Pasemos por mi casa por la tienda de acampar.
Los protocolos eran normas muy sencillas, pero según Humberto, necesarias si no se quería estropear un asunto. Solo eran tres.
Primero: no manchar la escena de los acontecimientos. Es decir, no entrar a los sitios donde supuestamente vive el espíritu sin protección adecuada.
Segundo: no eliminar posibles huellas. Para esto utilizaban un traje especial que contenía una dotación de oxígeno propio y estaba cubierto de un material de aluminio que evitaba que las partículas del aire se adhirieran a ellos.
Y Tercero: no manipular objetos de la escena del espíritu a menos que esto fuera necesario.
Este último protocolo era uno de los que más se rompían debido a la curiosidad de los investigadores, pero para Humberto, era uno de los más importantes y sólo lo transgredía si era sumamente necesario.
En la mayoría de los casos anteriores habían logrado cumplir sólo el primero, pero jamás alcanzado el segundo porque al final se enteraban que la mano humana había puesto sus garras sobre los acontecimientos.
Y si todo era real, como lo esperaba en este caso, sobre todo por el elemento de la wicca, pensaba en utilizarlos todos. Pero para cumplir el primero, tenían que llevar una casa de campaña donde instalarse para no manchar la escena de los acontecimientos. Si bien don Esteban Landa le había proporcionado todas las llaves de la propiedad con poderes absolutos de entrar a cualquiera de las habitaciones, no entrarían hasta que el espíritu, si lo había, se manifestara.
Pasaron, entonces, por la casa de Humberto.
—Hola, mi amor –saludó su esposa—, pensé que ya te habías ido.
—Vengo por la tienda de campaña. Vamos a utilizar los tres protocolos.
—¿Tan seria es la cosa?
Su esposa, al escucharlo a diario conocía todos los pormenores del negocio y hasta escuchaba sus quejas acerca de la naturaleza humana al utilizar la mentira para hacerse con las cosas de los demás. Con respecto a los protocolos él siempre solía quejarse de que jamás habían pasado del primero, pero que cuando llegara el día adecuado serían todos los protocolos los que harían valer ante su investigación.
—Un poco –respondió a su esposa al tiempo que Carlos entraba detrás de él.
—¡Hola, Nico! –saludó el muchacho con su voz bonachona.
Nicolle, miró a Carlos y luego a su esposo como preguntándole “¿Y te llevas a este?”
Su esposo asintió sin decir nada.
—¿Qué tal la pequeña Melissa y el pequeño Ángel? –preguntó Carlos.
—En la escuela, como debe ser –dijo con desdén la esposa de Humberto.
—Saquemos esa tienda y nos vamos –dijo Humberto a su compañero de trabajo.
En la casa de la familia, Humberto, además de tener el cuarto de revelado tenía una bodeguita de paredes de madera y techo de zinc donde entre otras cosas guardaba una canoa, una balsa inflable, remos, tapaderas de cubos, mesas viejas y una tienda de campaña en su respectiva maleta. Junto a esta estaba la lámpara de keroseno y un galón de gas. Tomó todo esto y se lo entregó a Carlos mientras él cargaba con la tienda.
Salió de nuevo al patio y su esposa le despidió con un beso y estas palabras:
—Regresa sano y salvo a casa.
—Sí, mi amor.
Un beso y un adiós.

***

De Tegucigalpa, al Ocotal, tardaron apenas unos treinta minutos y eso debido a un accidente, una rastra cargada de varillas había perdido los frenos y se había ido a estrellar contra uno de los paredones de su derecha.
Como le había dicho don Esteban, el pueblo no estaba lejos de Tegucigalpa.
En el kilómetro cuatro había un desvío de tierra blanca a su izquierda y un cartelito que parecía hecho a mano sobre un poste rezaba: Al Ocotal 1Km.
Por allí tomaron y en menos de cinco minutos detenían La Toyota enfrente de un portón que les pareció capaz de dejar pasar a toda una grulla de rastras y furgones cargados. Sobre dicho portón de dos hojas de barrotes de hierro, había un arco de unos quince metros de largo de hierro también y sobre el cual había unas letras de madera brillante. LA CASONA rezaban dichas letras.
—Vaya –dijo Carlos con verdadero asombro.
Para cumplir el primer protocolo, Humberto, de una sola mirada, estableció el lugar que sería su centro de operaciones. La Casona era el nombre de toda la propiedad y surgía del hecho de que, a unos doscientos metros, más o menos de la entrada, y en una especie de declive que parecía sumergirla en una especie de poza poco profunda estaba una casa muy amplia hacia los lados y de techos de color rojo. La casa estaba posada sobre una gran extensión de tierra cubierta de pasto verde a ambos lados y detrás de ella se veía una colina, o cerro, cubierto de árboles de todo tipo, pero donde sobresalían los altos pinos. El centro de operaciones, donde levantarían, la casa de campaña la ubicarían a unos cien metros de distancia de la casa. Eso quería decir que a unos cien metros del portón de entrada.
—Es una casa muy hermosa –añadió Carlos sin apartarse de la trompa de La Toyota.
Humberto tomando el manojo de llaves que le proporcionara don Esteban buscó la que decía Portón Principal. Todas las llaves, unas quince, estaban etiquetadas con trocitos de papel, con letra de imprenta y cubiertos dichos rótulos con tape transparente.
Entrecruzada por entre los barrotes de ambas hojas del portón, había una cadena muy gruesa atada con un candado también, muy grande y sospechosamente oxidado. La llave que lo abría estaba casi nueva.
Humberto introdujo la llave en la cerradura del candado y sin ningún problema, éste se abrió al girarla. No hubo ni un chasquido ni nada parecido, simplemente se abrió.
Carlos le ayudó a empujar una de las hojas del portón mientras que él empujaba la otra. Quizás no era necesario abrir las dos, porque la camioneta bien podía pasar por una sola. Pero al final querían tener la visión del portón completo abierto.
Fue a La Toyota y la metió en los terrenos de los Landa. Bajó para ayudar a Carlos a cerrar de nuevo, pero no le echó seguro al candado. Tenía pensado bajar al pueblo más tarde, según don Esteban, éste estaba a solo un kilómetro yendo hacia abajo por la misma calle.
Volvieron al automóvil y avanzaron cien metros. La calle que llevaba hasta La Casona era ancha y hecha de piedras y cemento gris. Salieron del sendero justo a la mitad y se internaron sobre la grama. Allí, a la izquierda de la casa bajaron la tienda y en menos de veinte minutos habían levantado su campamento. Campamento que apenas se veía desde la calle.
La tienda de campaña era de color verde oscuro y parecía hacer juego con el verde del pasto que parecía recién cortado.
“Cuando estén allá –le había dicho don Esteban— llegará de vez en cuando un señor que el que me cuida la casa. Se llama don Ubaldo Sánchez. Él mantiene la casa, por lo menos la parte externa siempre limpia. Pueden buscar en el pueblo a doña Petrona Maradiaga para que les cocine y les lave la ropa, también vive en el pueblo”.
Pero la idea de los investigadores paranormales era mantener el ambiente limpio, en la medida de lo posible de personas vivas. Mientras menos intervención humana hubiera en el lugar, mejor.
Sacaron todo de la camioneta y lo metieron dentro de la tienda. Decidieron el lugar hasta de los catres donde iban a dormir y los montaron. Dos mesas plegables con los aparatos fueron colocadas en el centro de operaciones y de inmediato, Humberto dio las primeras órdenes.
—Tenemos que estar listos para cuando llegue la noche. Voy a ir al pueblo sólo para que me vean la cara y además para escuchar las historias del lugar con respecto a La Casona. A veces hay puntos interesantes y comunes en dichas historias. Encárgate, con mucho cuidado, ponte el traje de aluminio, de colocar sensores en toda la casa. Aquí están las llaves. Recuerda no tocar absolutamente nada. Yo volveré pronto.
Eran las once de la mañana y el sol estaba calentando muy fuerte a pesar del frío helado que parecía haberse quedado acumulado desde diciembre por los alrededores.
Carlos no le dijo ni boss, ni nada por el estilo, sino que se limitó a asentir buscando el traje de aluminio. Cuando el trabajo comenzaba era una persona muy profesional y parecía adquirir otra personalidad. Tomó el manojo de llaves que su jefe le extendía y las colocó sobre la mesa de trabajo donde ya estaban montados algunos aparatos.
—Volveré pronto –le dijo Humberto buscando la salida de la tienda—. Recuerda los protocolos y por muy tentado que estés de tocar algo, no lo hagas. Sólo coloca los sensores de ruidos, luz, aire y calor… ¿Estamos?
Volvió a asentir muy serio tomando uno de los trajes de aluminio.

***

Dicen que las casas tienen vida propia. Que, desde el momento de su construcción, hasta su abandono (porque al final toda casa es abandonada), guardan en sus paredes, techos, ventanas, puertas, suelo, en todo lo que la constituye, trozos de almas de las personas u objetos que las han habitado.
Dicen, también, que cuando en una casa han sucedido cosas que han sido provocadas por el odio, la cólera, la envidia, vaya por algún evento catalogado como malo, la casa se llena de malas vibras. Así, una iglesia puede estar llena de vibraciones positivas por los buenos deseos que en ella se han manifestado a lo largo de su existencia, pero en una cárcel es todo lo contrario.
Al final, lo que prevalece, desde el punto de vista científico es que lo que queda atrapado en los lugares cerrados, son las vibraciones de los átomos que formaban el objeto que estuvo allí. Y estas vibraciones, de acuerdo a los estudios, pueden ser positivas o negativas.
Pero la ciencia, y eso lo comprobaría la pareja de investigadores paranormales más adelante no tiene respuestas para explicar los sucesos que van más allá de los electrones, protones, neutrones, hadrones y átomos en general. Hay algunas cosas que la ciencia no acepta porque no las comprende, pero eso no quita que se manifiesten de manera sencilla y completa.
Cuando los investigadores llegaron a los terrenos de los Landa no lo sabían, pero algo, les estaba observando con interés desde las ventanas de la casa.

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