A las diez de la mañana del
martes seis de marzo Humberto Maldonado y su compañero de trabajo, Carlos
Eduardo Aceituno, enfilaban rumbo hacia El Ocotal, a cinco kilómetros de
distancia de la capital. Abigail, la secretaría, como siempre, les había
recomendado cuidarse y protegerse de cualquier peligro.
—No te preocupes, preciosa –le
había dicho Carlos con una enorme sonrisa en los labios –yo cuido del boss.
—¿Ah sí? ¿Y a ti quién te
cuida? –lo había desafiado la secretaria.
—Yo me cuido solito desde que
estaba en preparatoria –dijo él con orgullo.
—Ah, pues si estamos fregados.
—Cualquier cosa, Abi –los
había interrumpido Humberto—, ponte de acuerdo con Martha. Ella está con lo del
hospital, pero creo que ya está llegando al meollo. Cuídense ustedes y no se
preocupen por nosotros. Estaremos de vuelta el fin de semana.
Esa era la idea.
Tomaron algunas cosas más de
la bodega de materiales, donde además de dichos materiales, estaba un estante
muy cargado lleno de fólderes con números. Allí se guardaban todos y cada uno
de los registros de los casos llevados hasta la fecha.
—¿Usted cree, boss, que vamos
a necesitar todo esto? –dijo Carlos mirando el aparato de medición del oxígeno,
un aparato pequeño, pero pesado.
—Mientras más preparados
estemos, mejor. Recuerda eso.
—Ok, boss.
Cargaron, entonces, con un par
de aparatos más, se despidieron de Abigail que volvió a pedirles que se
cuidaran y bajaron los tres pisos hasta el estacionamiento.
El automóvil de Humberto era
un Toyota camioneta de color entre chocolate suave y chocolate fuerte. “Color
mierda” decía Carlos Eduardo en tono jocoso. Se trataba de un auto bastante
fiel. Jamás le había dejado atascado en alguna vía de esas sobre las cuales les
tocaba transitar con mucha frecuencia. La mayoría de casos eran en la ciudad,
pero de vez en cuando, como en aquella ocasión, les tocaba en algún pueblito o
aldea fuera del casco urbano. La Toyota, como le llamaban todos los de la AIP,
jamás les había defraudado.
Metieron las cosas por la
puerta trasera y luego se subieron ellos mismos cada uno en su respectivo
asiento. Justo cuando iba a arrancar el motor un hombre en motocicleta se
detuvo a dos autos de ellos.
—Debe ser el mensajero de don
Esteban –dijo Humberto saliendo del auto y agitando la mano para ser visto.
El hombre de la moto le vio y
acudió a él.
—Buenos días— saludó el hombre
quitándose el casco. Llevaba una chamarra de color negro brillante y guantes de
lana.
—Soy Humberto Maldonado –se
presentó Humberto—. El señor Landa…
Sin esperar más, el hombre de
la motocicleta metió una mano entre los pliegues de la chamarra y le entregó un
sobre de manila. Se dieron las gracias mutuamente y el hombre de la moto se alejó.
Humberto regresó al interior
del automóvil pasándole el sobre a Carlos. Éste miro las diminutas letras
escritas en él y luego lo abrió.
—Léemelo por favor –le pidió
Humberto al tiempo que ponía La Toyota en marcha y salía del estacionamiento.
—Acta de Defunción de María
Azucena Landa Perdomo –comenzó Carlos Eduardo fijándose con mucha atención en
la caligrafía a mano junto a la letra de imprenta—. Numero de identidad… hora
de muerte certificada por el forense diez de la mañana del mes de septiembre,
día cinco, año mil novecientos setenta y uno. Causas de la muerte: ataque
cardiaco al miocardio. Presenta rictus mortis en todo el cuerpo. Y aquí abajo
hay una pequeña nota: se certifica que la occisa, no tenía ningún cuadro
clínico de padecimientos del corazón. No tomaba medicamentos, ni tenía ningún
tratamiento personal contra dicho músculo cardiaco. Por lo cual se presupone
que las causas del miocardio pudieron ser provocadas por una gran impresión. El
rigor mortis presentado en sus facciones, manos y articulaciones superiores,
fueron causados por esa gran impresión. Sujeto a investigación. Firma el doctor
Galileo Montufar con licencia… autopsia realizada el seis de septiembre del año
mil novecientos setenta y uno.
Carlos miró a su compañero de
viaje quien parecía estar reflexionando profundamente la cuestión.
—Es curioso –dijo al fin
Humberto sin apartar la vista de la carretera—, murió por un paro cardiaco,
pero ¿Quién se lo provocó? ¿O qué?
—Cualquier cosa pudo haberlo
provocado. Yo tenía un tío…
—No estoy seguro, aun de nada,
pero creo que nos espera algo de verdad, esta vez –le interrumpió el boss—.
Vamos a utilizar todos los protocolos establecidos para los casos paranormales.
—Ok. ¿Llevamos los trajes?
—Pasemos por mi casa por la
tienda de acampar.
Los protocolos eran normas muy
sencillas, pero según Humberto, necesarias si no se quería estropear un asunto.
Solo eran tres.
Primero: no manchar la escena
de los acontecimientos. Es decir, no entrar a los sitios donde supuestamente
vive el espíritu sin protección adecuada.
Segundo: no eliminar posibles
huellas. Para esto utilizaban un traje especial que contenía una dotación de
oxígeno propio y estaba cubierto de un material de aluminio que evitaba que las
partículas del aire se adhirieran a ellos.
Y Tercero: no manipular
objetos de la escena del espíritu a menos que esto fuera necesario.
Este último protocolo era uno
de los que más se rompían debido a la curiosidad de los investigadores, pero
para Humberto, era uno de los más importantes y sólo lo transgredía si era
sumamente necesario.
En la mayoría de los casos
anteriores habían logrado cumplir sólo el primero, pero jamás alcanzado el
segundo porque al final se enteraban que la mano humana había puesto sus garras
sobre los acontecimientos.
Y si todo era real, como lo
esperaba en este caso, sobre todo por el elemento de la wicca, pensaba en
utilizarlos todos. Pero para cumplir el primero, tenían que llevar una casa de
campaña donde instalarse para no manchar la escena de los acontecimientos. Si
bien don Esteban Landa le había proporcionado todas las llaves de la propiedad
con poderes absolutos de entrar a cualquiera de las habitaciones, no entrarían
hasta que el espíritu, si lo había, se manifestara.
Pasaron, entonces, por la casa
de Humberto.
—Hola, mi amor –saludó su
esposa—, pensé que ya te habías ido.
—Vengo por la tienda de
campaña. Vamos a utilizar los tres protocolos.
—¿Tan seria es la cosa?
Su esposa, al escucharlo a
diario conocía todos los pormenores del negocio y hasta escuchaba sus quejas
acerca de la naturaleza humana al utilizar la mentira para hacerse con las
cosas de los demás. Con respecto a los protocolos él siempre solía quejarse de
que jamás habían pasado del primero, pero que cuando llegara el día adecuado
serían todos los protocolos los que harían valer ante su investigación.
—Un poco –respondió a su
esposa al tiempo que Carlos entraba detrás de él.
—¡Hola, Nico! –saludó el
muchacho con su voz bonachona.
Nicolle, miró a Carlos y luego
a su esposo como preguntándole “¿Y te llevas a este?”
Su esposo asintió sin decir
nada.
—¿Qué tal la pequeña Melissa y
el pequeño Ángel? –preguntó Carlos.
—En la escuela, como debe ser
–dijo con desdén la esposa de Humberto.
—Saquemos esa tienda y nos
vamos –dijo Humberto a su compañero de trabajo.
En la casa de la familia,
Humberto, además de tener el cuarto de revelado tenía una bodeguita de paredes
de madera y techo de zinc donde entre otras cosas guardaba una canoa, una balsa
inflable, remos, tapaderas de cubos, mesas viejas y una tienda de campaña en su
respectiva maleta. Junto a esta estaba la lámpara de keroseno y un galón de
gas. Tomó todo esto y se lo entregó a Carlos mientras él cargaba con la tienda.
Salió de nuevo al patio y su
esposa le despidió con un beso y estas palabras:
—Regresa sano y salvo a casa.
—Sí, mi amor.
Un beso y un adiós.
***
De Tegucigalpa, al Ocotal,
tardaron apenas unos treinta minutos y eso debido a un accidente, una rastra
cargada de varillas había perdido los frenos y se había ido a estrellar contra
uno de los paredones de su derecha.
Como le había dicho don
Esteban, el pueblo no estaba lejos de Tegucigalpa.
En el kilómetro cuatro había
un desvío de tierra blanca a su izquierda y un cartelito que parecía hecho a
mano sobre un poste rezaba: Al Ocotal 1Km.
Por allí tomaron y en menos de
cinco minutos detenían La Toyota enfrente de un portón que les pareció capaz de
dejar pasar a toda una grulla de rastras y furgones cargados. Sobre dicho
portón de dos hojas de barrotes de hierro, había un arco de unos quince metros
de largo de hierro también y sobre el cual había unas letras de madera
brillante. LA CASONA rezaban dichas letras.
—Vaya –dijo Carlos con
verdadero asombro.
Para cumplir el primer
protocolo, Humberto, de una sola mirada, estableció el lugar que sería su
centro de operaciones. La Casona era el nombre de toda la propiedad y surgía
del hecho de que, a unos doscientos metros, más o menos de la entrada, y en una
especie de declive que parecía sumergirla en una especie de poza poco profunda
estaba una casa muy amplia hacia los lados y de techos de color rojo. La casa
estaba posada sobre una gran extensión de tierra cubierta de pasto verde a
ambos lados y detrás de ella se veía una colina, o cerro, cubierto de árboles
de todo tipo, pero donde sobresalían los altos pinos. El centro de operaciones,
donde levantarían, la casa de campaña la ubicarían a unos cien metros de
distancia de la casa. Eso quería decir que a unos cien metros del portón de
entrada.
—Es una casa muy hermosa
–añadió Carlos sin apartarse de la trompa de La Toyota.
Humberto tomando el manojo de
llaves que le proporcionara don Esteban buscó la que decía Portón Principal.
Todas las llaves, unas quince, estaban etiquetadas con trocitos de papel, con
letra de imprenta y cubiertos dichos rótulos con tape transparente.
Entrecruzada por entre los
barrotes de ambas hojas del portón, había una cadena muy gruesa atada con un
candado también, muy grande y sospechosamente oxidado. La llave que lo abría
estaba casi nueva.
Humberto introdujo la llave en
la cerradura del candado y sin ningún problema, éste se abrió al girarla. No
hubo ni un chasquido ni nada parecido, simplemente se abrió.
Carlos le ayudó a empujar una
de las hojas del portón mientras que él empujaba la otra. Quizás no era
necesario abrir las dos, porque la camioneta bien podía pasar por una sola.
Pero al final querían tener la visión del portón completo abierto.
Fue a La Toyota y la metió en
los terrenos de los Landa. Bajó para ayudar a Carlos a cerrar de nuevo, pero no
le echó seguro al candado. Tenía pensado bajar al pueblo más tarde, según don
Esteban, éste estaba a solo un kilómetro yendo hacia abajo por la misma calle.
Volvieron al automóvil y
avanzaron cien metros. La calle que llevaba hasta La Casona era ancha y hecha
de piedras y cemento gris. Salieron del sendero justo a la mitad y se
internaron sobre la grama. Allí, a la izquierda de la casa bajaron la tienda y
en menos de veinte minutos habían levantado su campamento. Campamento que
apenas se veía desde la calle.
La tienda de campaña era de
color verde oscuro y parecía hacer juego con el verde del pasto que parecía
recién cortado.
“Cuando estén allá –le había
dicho don Esteban— llegará de vez en cuando un señor que el que me cuida la
casa. Se llama don Ubaldo Sánchez. Él mantiene la casa, por lo menos la parte
externa siempre limpia. Pueden buscar en el pueblo a doña Petrona Maradiaga
para que les cocine y les lave la ropa, también vive en el pueblo”.
Pero la idea de los
investigadores paranormales era mantener el ambiente limpio, en la medida de lo
posible de personas vivas. Mientras menos intervención humana hubiera en el
lugar, mejor.
Sacaron todo de la camioneta y
lo metieron dentro de la tienda. Decidieron el lugar hasta de los catres donde
iban a dormir y los montaron. Dos mesas plegables con los aparatos fueron
colocadas en el centro de operaciones y de inmediato, Humberto dio las primeras
órdenes.
—Tenemos que estar listos para
cuando llegue la noche. Voy a ir al pueblo sólo para que me vean la cara y
además para escuchar las historias del lugar con respecto a La Casona. A veces
hay puntos interesantes y comunes en dichas historias. Encárgate, con mucho
cuidado, ponte el traje de aluminio, de colocar sensores en toda la casa. Aquí
están las llaves. Recuerda no tocar absolutamente nada. Yo volveré pronto.
Eran las once de la mañana y
el sol estaba calentando muy fuerte a pesar del frío helado que parecía haberse
quedado acumulado desde diciembre por los alrededores.
Carlos no le dijo ni boss, ni
nada por el estilo, sino que se limitó a asentir buscando el traje de aluminio.
Cuando el trabajo comenzaba era una persona muy profesional y parecía adquirir
otra personalidad. Tomó el manojo de llaves que su jefe le extendía y las
colocó sobre la mesa de trabajo donde ya estaban montados algunos aparatos.
—Volveré pronto –le dijo
Humberto buscando la salida de la tienda—. Recuerda los protocolos y por muy
tentado que estés de tocar algo, no lo hagas. Sólo coloca los sensores de
ruidos, luz, aire y calor… ¿Estamos?
Volvió a asentir muy serio
tomando uno de los trajes de aluminio.
***
Dicen que las casas tienen
vida propia. Que, desde el momento de su construcción, hasta su abandono
(porque al final toda casa es abandonada), guardan en sus paredes, techos,
ventanas, puertas, suelo, en todo lo que la constituye, trozos de almas de las
personas u objetos que las han habitado.
Dicen, también, que cuando en
una casa han sucedido cosas que han sido provocadas por el odio, la cólera, la
envidia, vaya por algún evento catalogado como malo, la casa se llena de malas
vibras. Así, una iglesia puede estar llena de vibraciones positivas por los
buenos deseos que en ella se han manifestado a lo largo de su existencia, pero
en una cárcel es todo lo contrario.
Al final, lo que prevalece,
desde el punto de vista científico es que lo que queda atrapado en los lugares
cerrados, son las vibraciones de los átomos que formaban el objeto que estuvo
allí. Y estas vibraciones, de acuerdo a los estudios, pueden ser positivas o
negativas.
Pero la ciencia, y eso lo
comprobaría la pareja de investigadores paranormales más adelante no tiene
respuestas para explicar los sucesos que van más allá de los electrones,
protones, neutrones, hadrones y átomos en general. Hay algunas cosas que la
ciencia no acepta porque no las comprende, pero eso no quita que se manifiesten
de manera sencilla y completa.
Cuando los investigadores
llegaron a los terrenos de los Landa no lo sabían, pero algo, les estaba
observando con interés desde las ventanas de la casa.
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