miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 8





Después de la primera palidez, el cura, le contó muchas cosas interesantes. Quizás aquella palidez había surgido por el simple recuerdo de su hermano, asociado para siempre, a aquella familia.
—Ya sabes, como es la gente –le dijo—, escuchan algo y de repente ese algo se vuelve otra cosa hasta convertirlo en una leyenda que se va transmitiendo de generación en generación hasta volverse algo real. Cuando murió mi hermano la vida de María Azucena cambió totalmente… es cierto que de Inglaterra había traído algunas costumbres un poco excéntricas como la lectura de libros paganos y todo eso, pero que yo sepa nunca le vi haciendo conjuros o cosas similares. A veces la gente exagera… pero hay muchas cosas que la gente afirma haber visto cerca de las propiedades de la familia Landa que son un poco curiosas.
—¿Cosas como qué, padre?
—Por ejemplo, si alguien pasa en la madrugada por allí, suelen hacerlo muy a aprisa porque dicen que del interior de la casa salen muchos ruidos como si alguien estuviera aplaudiendo. Algunos hasta han afirmado haber visto salir de allí miles de sombras que corren a ocultarse en los bosques. Pero sobretodo, muchos afirman haber visto un animal blanco parecido a un perro, pero más largo y de ojos rojos. Además, esa aparición siempre viene precedida de un olor desagradable. Todos dicen que es un olor como a ropa podrida. Ya sabes cómo cuando se lava la ropa y se mete mojada y el olor se va acumulando hasta volverse insoportable.
Humberto apuntó eso mentalmente y le parecían ya demasiadas coincidencias.
—¿Y del Álamo, padre, que podría contarme del Álamo?
A Humberto le pareció ver de nuevo aquel sobresalto que le había notado al mencionarle La Casona.
—El Álamo –dijo al fin— es un pueblo más antiguo que éste y desde hace mucho que su iglesia está cerrada. En muchas ocasiones traté de ir allá y celebrar misa, pero los pobladores nunca me aceptaron y dudo que quisieran aceptar a ningún religioso. Son personas extrañas, hurañas y como metidas en otro mundo. Su historia está unida a la del Ocotal, porque según mi abuelo, fue de allí de donde vinieron los primeros pobladores del Ocotal. Pero eso se pierde en la historia.
—¿Y el fenómeno de los árboles convertidos en álamos?
—Sí, eso es un misterio también. Recuerdo haber hecho muchas veces el camino del Ocotal al Álamo por entre esos bosques y sí, todos eran de roble, pino y encino y de un día para otro aparecieron hechos de Álamo. Pero puede ser que mi memoria me falle. Era muy joven en aquella época.
—¿Y no se ha hecho un estudio científico del mismo?
—No, ni lo creo que le interese a nadie. Además, esos caminos se han perdido desde hace mucho. Ya nadie va al Álamo ni nadie viene de allá al Ocotal. Están allí, pero nadie las usa. Los bosques están allí, detrás de la colina de los Landa, pero nadie los visita. Conque eso también es parte de la leyenda.
—¿Y qué leyenda existe acerca de esos bosques?
—Pues, se dice que fueron transformados de pinos, robles, encinos a álamos debido a la magia negra. Ya sabes, algo que hizo Azucena después de la muerte de mi hermano.
—¿Y usted que piensa acerca de todo eso, padre?
Se quedó un poco dubitativo. Luego mirando hacia el altar que estaba hasta el fondo dijo:
—Yo sólo creo en el poder de Dios, hijo. Pero al creer en Él, por fuerza tengo que creer que existe la maldad en el mundo, porque si no, no tendría sentido. Con respecto a lo que sucede en La Casona y en toda la propiedad de los Landa, creo que hay algo malo, pero no podría precisar el qué. Yo nunca he visto, olido o escuchado nada cuando paso por allí y nadie me ha pedido una limpieza espiritual, pero si lo consideras necesario estamos a la orden.
—Lo tendré en cuenta, padre. Quiero, primero comprobar qué tipo de espíritu o maldad se esconde en dicho lugar, después ya veremos.
—No juegues con cuestiones espirituales, hijo. Recuerda que esos son mundos muy diferentes a estos. Si descubres algo maligno, o lo que sea no dudes en buscarme. Podría hacer una limpieza espiritual si fuera necesario.
—Gracias, padre. Pero hasta ahora, en lo que llevo de trabajos realizados, a usted se lo puedo confesar no he tenido ni un solo caso real. A veces la gente, como usted dice, inventa cosas.
—Pero por si las dudas –se buscó algo en uno de los bolsillos del pantalón y se lo entregó a Humberto.
Se trataba de un pequeño rosario con una cruz diminuta en un costado.
—Está bendito y te puede ayudar si te topas con algo malo. No está de más entender que hay cosas que no entendemos. Sólo Dios nos puede iluminar.
—Gracias, padre. ¿Usted siempre permanece aquí?
—La casa cural está justo detrás de la sacristía, al fondo. Si necesitas algo solo toca la puerta… si no estoy espérame. A veces voy a casa de algún feligrés que necesita ayuda, pero siempre regreso aquí.
—Gracias, padre. Lo tendré en cuenta.
Se despidió del sacerdote y salió a la tarde. Era casi la una de la tarde. Se detuvo en la puerta de entrada de la iglesia y miró hacia la colina del frente de nuevo. En algún lugar, allí, oculto entre los árboles estaba el cementerio. Y en el cementerio el mausoleo con el ángel encima.
“Carlos debe de haber terminado ya con los censores –se dijo—. Es mejor que regrese después”
Buscó La Toyota, se subió a ella y emprendió el viaje de regreso a La Casona.

***

Lo primero que lo puso en alerta fue ver la tienda abierta, una maleta en la entrada y la puerta de la casa cerrada. No era posible que aún siguiera en el interior. Era casi la una de la tarde y para poner todos aquellos aparatos, Carlos Eduardo era, como le mismo decía un gallo. Ya debería de estar ubicando los sensores por los alrededores de la casa, pero no le veía.
—¡Carlos! –gritó utilizando ambas manos para hacer bocina.
Además, y esto era lo más extraño, los finos cables que tendrían que salir por la parte de debajo de la puerta principal, los que debían de transmitir hacia los monitores en la tienda cualquier anomalía que estuviera sucediendo en el interior de la casa, no se veían saliendo por ningún lugar.
Con paso firme, pero aún nada preocupado, se encaminó hacia la casa. Quizás Carlos estuviera en la parte posterior. Avanzó, lo más lejos posible de la casa por aquello del protocolo, yendo hacia atrás del edificio. A medida que lo rodeaba iba mirando cada rincón para encontrar los dichosos cables. Quizás había encontrado otra forma, más fácil de hacer salir lo cables por otro lugar.
“Pero si has roto algunos de los protocoles” pensó.
Nada. La casa parecía desierta desde aquellos puntos de vista.
Volvió a la tienda y entró. Todo estaba tal como debía estar: en su lugar. Y sólo hacía falta la maleta con los sensores.
Despacio y pensando en el gran calor que iba a experimentar al meterse en el traje de aluminio se lo fue poniendo.
Salió al calor de la tarde con paso, también normal. Quizás, Carlos seguía colocando sensores en el interior. Eso era todo. El problema era el tiempo utilizado. Había contratado a Carlos justamente porque era uno de los más eficientes y rápidos tecnólogos de la época. Con él se podía estar tranquilo en eso de la comprensión y uso de las nuevas tecnologías en cualquier área del conocimiento humano.
Llegó hasta la puerta de la casa y asió el llamador. Éste no respondió. Le dio varias veces, pero tampoco se dignó a responder. Volvió a intentar y nada. Allí estaba sucediendo algo.
Empujó fuerte, pero la puerta era de esas de madera gruesa y de contextura de cedro.
—Carlos –volvió a llamar.
Nada. Del interior no parecía salir absolutamente nada.
Tenía que pensar. Se asomó a una de las ventanas, había cuatro en la fachada de la casa, separadas dos y dos por la puerta central. Pero no se podía ver nada hacia el interior. Le dio la vuelta a la casa y buscó otra de las ventanas y se asomó de nuevo. Nada. No se podía ver absolutamente nada. Pero tenía que probar con todas, así que fue asomándose a todas y cada una de las ventanas hasta llegar, y no lo sabía, a las de la cocina.
En una de las ventanas de la cocina, le pareció ver una cortina movida y se asomó de inmediato, utilizando ambas manos para eliminar la luz del sol externo y mirar lo que sucedía, si sucedía algo en el interior. Se quitó la careta del traje y así logró ver algo.
Lo primero que sus ojos vieron fue la suela de un zapato. Y resultó que la suela de ese zapato tenía la marca que usaba Carlos.
—Oh, cielos –dijo en voz alta.
Allí adentro, tirado en el piso estaba su ayudante.
De inmediato y sin ponerle mucho pensamiento a las consecuencias, fue a empujar con todas sus fuerzas la puerta. Tomó impulsó y con el hombro hizo saltar el llavín. Sintió que el hombro se le resentía un poco, pero no importaba. Lo importante en aquellos momentos era ayudar a Carlos.
Como loco y sin siquiera notar que la puerta chocaba violentamente contra la pared de al lado corrió hacia el final del pequeño pasillo y luego dobló hacia la izquierda. Allá estaba Carlos tirado como si se hubiera desmayado. Con el rostro de lado chocando contra el piso, las manos a los lados.
—Carlos… Carlos –le llamó Humberto al agacharse cerca de su cabeza— Carlos.
Carlos no contestó, parecía desvanecido o algo peor.
Con ansiedad y rapidez Humberto buscó el pulso del otro en el cuello. Allí estaba. Por lo menos no estaba muerto que fue una de las primeras ideas que le pasaron por la cabeza. Tomándole por las axilas los arrastró por el pasillo.
Lo primero que tenía que hacer era llevarlo afuera para que respirara aire fresco. Algo se deslizó de entre los dedos de la mano derecha de Carlos y Humberto lo vio. Eran las llaves. Sin soltarlo, las tomó y se las metió en una de las bolsas del traje de aluminio.
Arrastró a su compañero por todo el pasillo y cuando llegó al exterior un par de gotas de sudor caliente corrían por su frente.
Dejó la puerta abierta y echándose, ya afuera, a su compañero en hombros lo llevó hasta la tienda. Allí, lo metió y lo tendió sobre uno de los catres.
Se quitó la estorbosa escafandra y buscó rápidamente, en el botiquín pequeño que siempre cargaban, un poco de alcohol para aplicarle cerca de las fosas nasales.
El despertar de Carlos fue lento y cuando lo hizo ya su compañero le había quitado el traje de aluminio. Miró hacia el techo de la tienda y lo primero que dijo fue:
—Dios mío.
Humberto que estaba doblando el traje y colocándole dentro de su bolsa especial se volvió y se le acercó.
—¿Qué tal te sientes?
—Oh, boss. Eso… eso fue algo horrible.
Humberto buscó una de las sillas plegables y se sentó muy cerca de la cabecera del catre dispuesto a escuchar.
—En cuanto usted se fue –comenzó Carlos –me puse el traje de aluminio y llevé la maleta de sensores al interior. Y ya iba a ponerme a ponerlos cuando escuché una especie de palmada…
Humberto, a medida que su compañero le iba contando los acontecimientos parecía ponerse más emocionado. Por fin un fenómeno paranormal de verdad. En vez de ponerse preocupado, como visiblemente lo estaba Carlos, se sentía ansioso por entrar a la casa y poner todos aquellos aparatos para registrar los fenómenos, de verdad, paranormales.
—… y cuando ya sentía que alcanzaba la puerta, me desmayé o algo me hizo caer al suelo. No recuerdo que pasó después. Cuando volví a abrir los ojos, fue hace un instante…
—¿A qué horas más o menos sucedió todo eso?
—Creo que unos treinta minutos después de que usted se fuera.
—Eso quiere decir que estuviste inconsciente más de dos horas.
—Sí, así parece.
Carlos se sentó en la orilla del catre y pareció mareado.
—Descansa un poco –le dijo extendiendo un brazo hacia él.
—Hay que poner esos sensores –dijo sintiendo sobre la frente un latido muy fuerte de dolor.
—No te preocupes, los pondré yo.
—Pero, jefe (se le olvidó hasta el boss), yo que usted no volvía a entrar solo allí. Es peligroso. Allí hay algo.
Humberto pareció medir aquellas palabras. Si había algo allí, por fin podrían cumplir, por lo menos una vez, su verdadero objetivo como investigadores paranormales. A pesar, y quizás motivado por el mismo relato de su compañero quería entrar el mismo a la casa.
—Por lo menos no debe entrar solo, jefe. Espéreme que me reponga unos minutos y aunque no quiera le vuelvo a acompañar.
—Necesitamos tener puestos esos sensores antes de que anochezca –dijo Humberto testarudo—. Son las dos de la tarde y cuando anochezca será un poco difícil.
Carlos, conociendo a su jefe y sabiendo que no podría hacerlo cambiar de opinión suspiró y dijo:
—Por lo menos utilicemos los walkie talkies.
—Eso me parece mejor. Podemos estar en comunicación y si algo sucede allí adentro te puedo pedir ayuda.
De inmediato buscó entre las cajas que llevaban entre las herramientas varias y encontró el par de aparatos. Eran muy grandes y su frecuencia, apenas podía alcanzar unos cuatro kilómetros de distancia, además tenía que estar conectado el centro receptor.
—¿Trajimos la batería auxiliar? –preguntó más para sí mismo que a su compañero Humberto.
—No sé, jefe –dijo Carlos masajeándose las sienes.
Humberto escarbó entre más materiales y entre más cajas hasta dar con el objeto. Se trataba de una batería de tamaño medio al de las utilizadas por los automóviles. Colocó la batería sobre una de las mesitas y allí se dedicó a conectar varios cables. Parecía urgido.
Al final, después de unos cinco minutos, encendió el aparato receptor y los walkie talkies. Le pasó uno a Carlos y encendió él el otro.
—Probemos –le dijo.
Carlos encendió el suyo y de inmediato se escuchó la estática.
—Voy a salir hasta el portón –le dijo Humberto— para probar la recepción.
Y sin esperar respuesta salió. Carlos miró aprehensivo hacia la puerta de la tienda. Aún le parecía estar sintiendo aquella presencia y dudaba mucho que volvería a entrar solo a algún lugar abandonado.
Le subió al walkie talkie y oprimió el botón de llamada y dijo:
—Aquí probando, probando.

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