La última vez que Carlos
Eduardo vio a Humberto Maldonado, fue cuando éste volvió a entrar a la tienda
de campaña con el walkie talkie encendido.
—Funciona bien –dijo yendo de
inmediato por las maletas de los otros censores.
—Sí, funcionan bien –dijo
Carlos con la voz algo alicaída. Le hubiera gustado insistirle a Humberto que
no entrara solo a aquel lugar, pero sabía que no escucharía razones. Se le veía
apresurado, emocionado, motivado, en pocas palabras; nadie le detendría de sus
propósitos.
Lo vio tomar otra de las
maletas de sensores y se preguntó, él, dónde estaría la que él llevara al
interior de aquella casa.
—¿Estás seguro que no dejaste
la otra maleta adentro? –le preguntó Humberto al respecto, pero sin mirarlo.
—Ya le conté lo que sucedió –dijo
algo fastidiado—. Llevé la maleta conmigo y la puse justo en la cocina y ya iba
a abrirla cuando escuché el ruido ese como de alguien palmeando. Cuando me
volví para poner los sensores ya no había nada. Había desaparecido, como si se
hubiera esfumado. Creo que…
“Debería de esperar, jefe”
—Ya la encontraré, si está
allí –dijo como quien no cree que algo pueda esfumarse, así como así.
Carlos no insistió, volvió a
recostarse, aún sentía que la frente tenía latidos propios con ese dolor que
iba y venía. Por lo menos al estar acostado parecían remitir. No soltó el
walkie talkie. Miró hacia el techo de la tienda y respiró hondo. Aquella
experiencia había sido demasiado profunda para él.
—Mantén el walkie encendido
–le dijo Humberto por decir algo, porque Carlos estaba seguro que cuando
estuviera adentro no se acordaría de él.
—Ok –levantó el dedo pulgar de
la mano izquierda para dar su conformidad.
—Atento –insistió Humberto al
momento de tomar la maleta, colocarse la careta del traje de aluminio y
colgarse en el cinturón del traje el walkie talkie.
Esa fue la última palabra que
recordaría más adelante Carlos: atento. Lástimas que él mismo no pudo tomarla
en cuenta.
Humberto salió por la puerta
de la tienda y lo escuchó durante unos segundos dar los pasos sobre la acerca
de piedras y vio apenas su sombra a través de una tela demasiado gruesa.
“Cuídese, boss” –le dijo
Carlos mentalmente y le subió el volumen al aparato de comunicación. Sólo se
escuchaba.
***
Humberto entró en la casa y
miró el pasador reventado. Tendrían que arreglarlo antes de marcharse. Había
sido una emergencia, lógicamente, pero tenían que dejar las cosas tal como
estaban.
Fue directamente, sin fijarse
en la pintura del hombre montado a caballo, al lugar donde había encontrado
desmayado a Carlos. No se detuvo allí tampoco. Estaba emocionado y lo que
quería era llegar a donde había dejado la maleta su compañero.
“Justo en la cocina comedor”
Allí no había nada en ningún
rincón. Miró hacia el fondo, a la derecha, donde estaba la salita y al fondo la
puerta cerrada. La semipenumbra seguía siendo la misma y los objetos se veían
entre grises y cafés. Además, la escafandra y su visera transparente no
ayudaban a mejorar la visión.
Avanzó hasta la salita y miró
los objetos que ya le había descrito Carlos: los muebles, la mesita de centro,
las mesitas junto a las ventanas. Metió la mano en el fondo del traje especial
y sacó el enorme manojo de llaves. Su idea era abrir todas las puertas
cerradas, colocar los sensores de movimiento y luego tirar el cableado, pero lo
que en realidad estaba esperando era que aquella cosa que había atacado a su
compañero lo atacara a él.
Esa era la verdad.
Pero hasta el momento nada
había salido de las sombras para atacarlo.
Buscó entre el manojo de
llaves alguna que dijera: puerta de la salita. Encontró una que decía: Puerta
bodega. Y aunque la puerta no tenía un rótulo que dijera bodega, se imaginó que
esa era la cerradura adecuada.
Fue hasta la puerta e
introdujo la llave. Calzó a la perfección. Le dio la vuelta y pudo escuchar el
clic al caer las barritas en el interior del llavín. Era de tres vueltas. Una
puerta muy asegurada. Las llaves sonaron a medida que giraban sobre su mano. El
ruido era tranquilizador.
Abrió la puerta despacio.
Empujando con una mano mientras con la otra sostenía la maleta con sensores.
Las llaves quedaron colgando del llavín cuando entró.
En el interior había muy poco
espacio. Cajas, embalajes, algunas mesas, sillas, pero sobre todo lienzos de
todos los tamaños, acumulados contra las paredes. Uno que otro caballete
doblado y apoyado contra algún armario. Sobre las cajas, paquetes y más
paquetes cerrados.
Aquella bodega parecía haber
estado cerrada durante mucho tiempo.
Colocó la maleta en el suelo y
extrajo cinco sensores, los cuales fue colocando uno en cada esquina y otro en
el centro de la habitación. Después le colocó los cables a casa uno de ellos.
Cables que debían salir hasta, por lo menos la cocina donde se unirían a una
caja cuadrada de donde saldrían los cables madres que podría sacar por una de
las ventanas de la cocina.
Se estaba incorporando de
colocar el último cable cuando escuchó la palmada.
Se terminó de levantar de
inmediato y miró hacia atrás, hacia la salita. Allí no había nada, pero había
sido un sonido muy, muy claro. Carlos también lo había mencionado.
“Un sonido como de dos palmas
chocando una contra la otra”
PLAFF
Y luego la sensación,
asfixiante de estar siendo observado. En realidad, si era como lo había
descrito Carlos. Como si alguien con mucha maldad en su corazón tuviera enormes
ojos y lo estuvieron observando desde algún lugar de las paredes.
—Mierda –dijo.
Aquello, en realidad era como
si estuviera sumergido por completo en una especie de sustancia oscura que
llegaba hasta el fondo de todos los nervios. Era como si miles de diminutas
manos lo estuvieron acariciando de extremo a extremo.
Vio la sombra que mencionara,
Carlos, alargarse desde la cocina hasta donde estaba él y luego, como si se
tratara de alguien que habiendo estado acostado decidiera ponerse en pie, se materializó
enfrente de él.
—Oh, mierda –volvió a decir.
Para entonces un par de gotitas de sudor ya se estaban materializando en su
frente.
La sombra era más alta que una
persona alta. Media casi dos metros y era ancha y de hombros caídos y brazos
muy largos. Era negra y de ojos, sí de ojos, totalmente rojos. Sólo los ojos
eran rojos, lo demás, boca, manos, brazos… totalmente negros.
Aquellos ojos, era como los de
las serpientes, con la niña, o lo que fuera que fuera aquello del centro, de
forma alargada, elíptica, pero no hacia arriba sino hacia los lados. Como dos
sonrisas abriéndose. Las retinas eran de color amarillo.
Y cuando abrió la boca no
rugió, ni gruñó, simplemente se escuchó aquel sonido de dos palmas chocando:
una especie de aplauso fuerte y apagado.
Humberto soltó el manojo de
llaves y trató de tomar, del cinturón de su traje el walkie talkie. No llegó ni
siquiera a cinco centímetros del aparato. La sombra aquella, o lo que fuera
aquel espectro se le abalanzó sobre él y lo engulló por completo.
Sólo se escuchó aquel sonido
de palmada.
¡PLAF!
Lo único que quedó de Humberto
Ezequiel Maldonado Ruiz, de treinta y seis años, en este mundo, fue el maletín
de sensores que quedó junto a la puerta.
***
En cuerpo y alma, Humberto
Maldonado, fue transportado a otra dimensión.
Fue un trance como cerrar los
ojos y volverlos a abrir de inmediato: un parpadeo. No fue doloroso, sólo como
un temblor de fiebre interna. Un temblor molesto y agradable al mismo tiempo.
Otra vez el sonido aquel:
¡PLAF!
Abrió los ojos y tomó una
bocanada de aire. A sus pulmones entró algo parecido a la neblina, pero con un
olor terriblemente amargo. Tosió y se quitó la careta que aún llevaba puesta.
Aquello no mejoró, para nada, el sabor de aquel aire. Volvió a toser. Trató de
mirar hacia los lados, hacia el frente, pero lo único que logró captar fue esa
especie de neblina blanca. Volvió a toser.
Le ardían los pulmones, el
pecho. Sin poderlo evita se dobló en dos y cayó de rodillas con una mano en el
estómago y otra en la boca.
—Mierda –dijo.
A los lejos, como si alguien
le respondiera, sonó un rugido parecido al de un perro enojado. Trató de mirar
hacia allá, pero los ojos le ardían.
“Mierda” pensó ahora.
Sintió que algo desde el
estómago subía. Quizás era el desayuno preparado por Nicolle mientras Ángel y
Melissa, sus hijos, esperaban también una porción de lo mismo: huevos
estrellados, frijoles fritos, jamón y café caliente. El desayuno de los
campeones. No salió nada de su boca, sólo un eructo. Era como si los pulmones y
el estómago se le hubieran revelado allá adentro y trataran de escapársele por
las cavidades más probables: la boca, la nariz y los ojos.
Ni siquiera podía pensar dónde
estaba.
Allí agachado y con la
sensación de que todo lo que tenía en el vientre, en el pecho y en la frente se
le iba a salir de su interior estuvo un buen rato. Y mentalmente, y a veces
hasta con un sonido gutural, le salía de todo su ser la palabra mierda. No podía pensar en otra cosa.
Así, sintiendo que todo lo del
interior se le salía, estuvo un buen rato hasta que logró dominar todas las
sensaciones. Para entonces ya no estaba hincado sobre aquella materia rugosa
que parecía ser el suelo, sino que estaba tirado sobre ella y doblado en esa
posición que dicen que tenemos los seres humanos cuando estamos en el interior
del vientre materno. En posición fetal. Se tomaba el estómago con las dos manos
y brillantes y diminutas gotitas de sudor perlaban su frente.
Aun no podía emitir ningún
pensamiento y sólo pensaba en su mantra con dolorosos sentimientos: mierda, mierda, mierda.
Permaneció allí un tiempo
indefinido escuchando, pero sin escuchar, de vez en cuando aquel sonido
indefinido, pero tan parecido al gruñir de un perro enojado. La niebla blanca
parecía rodearlo todo allí.
No podía dejar de respirar, aunque
al hacerlo sentía que miles de agujas le azuzaban los pulmones y la cabeza
parecía a punto de estallar porque era una función normal del organismo, pero
con mucho gusto hubiera dejado de hacerlo, aunque con ello se le fuera la vida.
Aquello era una tortura. Una tortura de las peores que se le podían infligir a
un ser humano.
Así, permaneció durante un
largo, largo tiempo hasta que perdió el conocimiento. Para siempre.
***
Cuando volvió en sí, él nunca
lo supo, en el mundo físico del cual procedía, habían pasado varios meses. El
tiempo, es relativo, y depende de dónde uno se encuentre con respecto al
universo infinito. Y él, aunque nunca lo sabría, ya no estaba en ninguna parte
del mundo visible o conocido por los humanos.
Él había entrado a Arum, uno de
los miles de mundos paralelos con los cuales la Tierra, un mundo más grosero,
más físico, comparten casi el mismo espacio, pero sin confundirse nunca.
Bien es sabido que hay algunos
seres, como los gatos y los perros, que pueden ver, cosas les llamamos nosotros,
estos otros mundos. O al menos, miran, a seres de esos otros mundos que al ojo
humano no le es dado conocer.
Y es que la naturaleza, como
se ha mencionado incontables veces, es sabia. No permite que los seres
evolucionen con órganos, o características capaces de percibir esos otros
mundos. ¿Por qué? Porque cada especie se adapta a su medio y el mundo de Arum,
por ejemplo, no es el medio del ser humano. Sino de otros seres. ¿Y porque los
gatos y los perros si pueden ver, de vez en cuando, estos mundos? Porque los
gatos y los perros, se mueven en otras esferas más profundas que las humanas.
Sólo fijémonos en los hábitos
y costumbres de dichas especies. El gato, por ejemplo, es un ser nocturno. Por
los menos el gato en su hábitat natural y no sometido a las costumbres humanas.
Durante el día se le puede ver durmiendo a todo volumen y por las noches se
desplaza por los rincones más oscuros e inhóspitos que nosotros, los seres
humanos, ni siquiera podemos imaginar. El perro, aunque no es tan extremo como
el gato, ha sido empujado a vivir en la oscuridad y la soledad de la noche.
Indefenso antes los elementos parece haber adquirido el oído más fino que la
naturaleza puede proporcionar, junto al del olfato, y se espanta, se horroriza
cuando capta sonidos y olores que no comprende. Así, por las noches, o en pleno
día, a veces, los podemos escuchar aullando de dolor como los coyotes o los
lobos en plena luna llena.
Ellos, los perros y los gatos,
captan, esos otros mundos. El gato los ve, el perro los huele y los escucha.
Por eso, los ojos de los gatos son como puertas corredizas, mientras que los
aullidos de los perros son como gritos de angustia. Entre lo que ve uno y
escucha, y huele el otro debemos tener mucho cuidado con lo que puede andar
cerca.
Arum, el mundo al cual, había
ido a caer Humberto Maldonado, era uno de esos mundos paralelos donde el aire
no era aire, ni la materia, sólida como la conocemos los humanos. Todo allí, y
debido a los escases de las palabras que poseemos los humanos para darles nombre
a las cosas que no conocemos, era de otra consistencia.
La niebla, que Humberto veía,
era el oxígeno de las criaturas que habitaban aquel mundo. Y aquel oxígeno era
veneno para los pulmones humanos. La luz, que, si la comparamos con la de la
Tierra, está en otro tono más apagado, procede del mismo sol nuestro, pero en
una escala miles de veces menor. Los olores, los colores, los sabores y todo lo
demás, en Arum, si los comparamos con los nuestros, son de una escala menor.
Los colores son pálidos por
estar, este mundo, muy debajo de la escala evolutiva (si es que le podemos dar
este nombre a tal grado de avance en la escala de los seres), los sabores son
inexistentes, los olores, son amargos como lo comprobó Humberto al aparecer en
dicha superficie.
Veneno, eso es lo que dicen
los científicos de las nubes de Júpiter. Pues eso es Arum para nuestra especie:
Veneno. Nadie, por lo menos en cuerpo físico, puede vivir más de un par de
minutos en la superficie de aquel planeta. Ni tampoco las criaturas de Arum pueden
vivir más de un par de minutos en la superficie del planeta humano.
Humberto Maldonado, el primer
hombre en llegar a aquel planeta nunca lo podría contar, y eso estaba bien,
porque la puerta hacia los dos mundos seguiría abierta un poco más. Y mientras esa
puerta permaneciera abierta, habría más comida. Porque el alimento más
codiciado para los seres de Arum era la carne humana.
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