miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 9





La última vez que Carlos Eduardo vio a Humberto Maldonado, fue cuando éste volvió a entrar a la tienda de campaña con el walkie talkie encendido.
—Funciona bien –dijo yendo de inmediato por las maletas de los otros censores.
—Sí, funcionan bien –dijo Carlos con la voz algo alicaída. Le hubiera gustado insistirle a Humberto que no entrara solo a aquel lugar, pero sabía que no escucharía razones. Se le veía apresurado, emocionado, motivado, en pocas palabras; nadie le detendría de sus propósitos.
Lo vio tomar otra de las maletas de sensores y se preguntó, él, dónde estaría la que él llevara al interior de aquella casa.
—¿Estás seguro que no dejaste la otra maleta adentro? –le preguntó Humberto al respecto, pero sin mirarlo.
—Ya le conté lo que sucedió –dijo algo fastidiado—. Llevé la maleta conmigo y la puse justo en la cocina y ya iba a abrirla cuando escuché el ruido ese como de alguien palmeando. Cuando me volví para poner los sensores ya no había nada. Había desaparecido, como si se hubiera esfumado. Creo que…
“Debería de esperar, jefe”
—Ya la encontraré, si está allí –dijo como quien no cree que algo pueda esfumarse, así como así.
Carlos no insistió, volvió a recostarse, aún sentía que la frente tenía latidos propios con ese dolor que iba y venía. Por lo menos al estar acostado parecían remitir. No soltó el walkie talkie. Miró hacia el techo de la tienda y respiró hondo. Aquella experiencia había sido demasiado profunda para él.
—Mantén el walkie encendido –le dijo Humberto por decir algo, porque Carlos estaba seguro que cuando estuviera adentro no se acordaría de él.
—Ok –levantó el dedo pulgar de la mano izquierda para dar su conformidad.
—Atento –insistió Humberto al momento de tomar la maleta, colocarse la careta del traje de aluminio y colgarse en el cinturón del traje el walkie talkie.
Esa fue la última palabra que recordaría más adelante Carlos: atento. Lástimas que él mismo no pudo tomarla en cuenta.
Humberto salió por la puerta de la tienda y lo escuchó durante unos segundos dar los pasos sobre la acerca de piedras y vio apenas su sombra a través de una tela demasiado gruesa.
“Cuídese, boss” –le dijo Carlos mentalmente y le subió el volumen al aparato de comunicación. Sólo se escuchaba.

***

Humberto entró en la casa y miró el pasador reventado. Tendrían que arreglarlo antes de marcharse. Había sido una emergencia, lógicamente, pero tenían que dejar las cosas tal como estaban.
Fue directamente, sin fijarse en la pintura del hombre montado a caballo, al lugar donde había encontrado desmayado a Carlos. No se detuvo allí tampoco. Estaba emocionado y lo que quería era llegar a donde había dejado la maleta su compañero.
“Justo en la cocina comedor”
Allí no había nada en ningún rincón. Miró hacia el fondo, a la derecha, donde estaba la salita y al fondo la puerta cerrada. La semipenumbra seguía siendo la misma y los objetos se veían entre grises y cafés. Además, la escafandra y su visera transparente no ayudaban a mejorar la visión.
Avanzó hasta la salita y miró los objetos que ya le había descrito Carlos: los muebles, la mesita de centro, las mesitas junto a las ventanas. Metió la mano en el fondo del traje especial y sacó el enorme manojo de llaves. Su idea era abrir todas las puertas cerradas, colocar los sensores de movimiento y luego tirar el cableado, pero lo que en realidad estaba esperando era que aquella cosa que había atacado a su compañero lo atacara a él.
Esa era la verdad.
Pero hasta el momento nada había salido de las sombras para atacarlo.
Buscó entre el manojo de llaves alguna que dijera: puerta de la salita. Encontró una que decía: Puerta bodega. Y aunque la puerta no tenía un rótulo que dijera bodega, se imaginó que esa era la cerradura adecuada.
Fue hasta la puerta e introdujo la llave. Calzó a la perfección. Le dio la vuelta y pudo escuchar el clic al caer las barritas en el interior del llavín. Era de tres vueltas. Una puerta muy asegurada. Las llaves sonaron a medida que giraban sobre su mano. El ruido era tranquilizador.
Abrió la puerta despacio. Empujando con una mano mientras con la otra sostenía la maleta con sensores. Las llaves quedaron colgando del llavín cuando entró.
En el interior había muy poco espacio. Cajas, embalajes, algunas mesas, sillas, pero sobre todo lienzos de todos los tamaños, acumulados contra las paredes. Uno que otro caballete doblado y apoyado contra algún armario. Sobre las cajas, paquetes y más paquetes cerrados.
Aquella bodega parecía haber estado cerrada durante mucho tiempo.
Colocó la maleta en el suelo y extrajo cinco sensores, los cuales fue colocando uno en cada esquina y otro en el centro de la habitación. Después le colocó los cables a casa uno de ellos. Cables que debían salir hasta, por lo menos la cocina donde se unirían a una caja cuadrada de donde saldrían los cables madres que podría sacar por una de las ventanas de la cocina.
Se estaba incorporando de colocar el último cable cuando escuchó la palmada.
Se terminó de levantar de inmediato y miró hacia atrás, hacia la salita. Allí no había nada, pero había sido un sonido muy, muy claro. Carlos también lo había mencionado.
“Un sonido como de dos palmas chocando una contra la otra”
PLAFF
Y luego la sensación, asfixiante de estar siendo observado. En realidad, si era como lo había descrito Carlos. Como si alguien con mucha maldad en su corazón tuviera enormes ojos y lo estuvieron observando desde algún lugar de las paredes.
—Mierda –dijo.
Aquello, en realidad era como si estuviera sumergido por completo en una especie de sustancia oscura que llegaba hasta el fondo de todos los nervios. Era como si miles de diminutas manos lo estuvieron acariciando de extremo a extremo.
Vio la sombra que mencionara, Carlos, alargarse desde la cocina hasta donde estaba él y luego, como si se tratara de alguien que habiendo estado acostado decidiera ponerse en pie, se materializó enfrente de él.
—Oh, mierda –volvió a decir. Para entonces un par de gotitas de sudor ya se estaban materializando en su frente.
La sombra era más alta que una persona alta. Media casi dos metros y era ancha y de hombros caídos y brazos muy largos. Era negra y de ojos, sí de ojos, totalmente rojos. Sólo los ojos eran rojos, lo demás, boca, manos, brazos… totalmente negros.
Aquellos ojos, era como los de las serpientes, con la niña, o lo que fuera que fuera aquello del centro, de forma alargada, elíptica, pero no hacia arriba sino hacia los lados. Como dos sonrisas abriéndose. Las retinas eran de color amarillo.
Y cuando abrió la boca no rugió, ni gruñó, simplemente se escuchó aquel sonido de dos palmas chocando: una especie de aplauso fuerte y apagado.
Humberto soltó el manojo de llaves y trató de tomar, del cinturón de su traje el walkie talkie. No llegó ni siquiera a cinco centímetros del aparato. La sombra aquella, o lo que fuera aquel espectro se le abalanzó sobre él y lo engulló por completo.
Sólo se escuchó aquel sonido de palmada.
¡PLAF!
Lo único que quedó de Humberto Ezequiel Maldonado Ruiz, de treinta y seis años, en este mundo, fue el maletín de sensores que quedó junto a la puerta.

***

En cuerpo y alma, Humberto Maldonado, fue transportado a otra dimensión.
Fue un trance como cerrar los ojos y volverlos a abrir de inmediato: un parpadeo. No fue doloroso, sólo como un temblor de fiebre interna. Un temblor molesto y agradable al mismo tiempo.
Otra vez el sonido aquel: ¡PLAF!
Abrió los ojos y tomó una bocanada de aire. A sus pulmones entró algo parecido a la neblina, pero con un olor terriblemente amargo. Tosió y se quitó la careta que aún llevaba puesta. Aquello no mejoró, para nada, el sabor de aquel aire. Volvió a toser. Trató de mirar hacia los lados, hacia el frente, pero lo único que logró captar fue esa especie de neblina blanca. Volvió a toser.
Le ardían los pulmones, el pecho. Sin poderlo evita se dobló en dos y cayó de rodillas con una mano en el estómago y otra en la boca.
—Mierda –dijo.
A los lejos, como si alguien le respondiera, sonó un rugido parecido al de un perro enojado. Trató de mirar hacia allá, pero los ojos le ardían.
“Mierda” pensó ahora.
Sintió que algo desde el estómago subía. Quizás era el desayuno preparado por Nicolle mientras Ángel y Melissa, sus hijos, esperaban también una porción de lo mismo: huevos estrellados, frijoles fritos, jamón y café caliente. El desayuno de los campeones. No salió nada de su boca, sólo un eructo. Era como si los pulmones y el estómago se le hubieran revelado allá adentro y trataran de escapársele por las cavidades más probables: la boca, la nariz y los ojos.
Ni siquiera podía pensar dónde estaba.
Allí agachado y con la sensación de que todo lo que tenía en el vientre, en el pecho y en la frente se le iba a salir de su interior estuvo un buen rato. Y mentalmente, y a veces hasta con un sonido gutural, le salía de todo su ser la palabra mierda. No podía pensar en otra cosa.
Así, sintiendo que todo lo del interior se le salía, estuvo un buen rato hasta que logró dominar todas las sensaciones. Para entonces ya no estaba hincado sobre aquella materia rugosa que parecía ser el suelo, sino que estaba tirado sobre ella y doblado en esa posición que dicen que tenemos los seres humanos cuando estamos en el interior del vientre materno. En posición fetal. Se tomaba el estómago con las dos manos y brillantes y diminutas gotitas de sudor perlaban su frente.
Aun no podía emitir ningún pensamiento y sólo pensaba en su mantra con dolorosos sentimientos: mierda, mierda, mierda.
Permaneció allí un tiempo indefinido escuchando, pero sin escuchar, de vez en cuando aquel sonido indefinido, pero tan parecido al gruñir de un perro enojado. La niebla blanca parecía rodearlo todo allí.
No podía dejar de respirar, aunque al hacerlo sentía que miles de agujas le azuzaban los pulmones y la cabeza parecía a punto de estallar porque era una función normal del organismo, pero con mucho gusto hubiera dejado de hacerlo, aunque con ello se le fuera la vida. Aquello era una tortura. Una tortura de las peores que se le podían infligir a un ser humano.
Así, permaneció durante un largo, largo tiempo hasta que perdió el conocimiento. Para siempre.

***

Cuando volvió en sí, él nunca lo supo, en el mundo físico del cual procedía, habían pasado varios meses. El tiempo, es relativo, y depende de dónde uno se encuentre con respecto al universo infinito. Y él, aunque nunca lo sabría, ya no estaba en ninguna parte del mundo visible o conocido por los humanos.
Él había entrado a Arum, uno de los miles de mundos paralelos con los cuales la Tierra, un mundo más grosero, más físico, comparten casi el mismo espacio, pero sin confundirse nunca.
Bien es sabido que hay algunos seres, como los gatos y los perros, que pueden ver, cosas les llamamos nosotros, estos otros mundos. O al menos, miran, a seres de esos otros mundos que al ojo humano no le es dado conocer.
Y es que la naturaleza, como se ha mencionado incontables veces, es sabia. No permite que los seres evolucionen con órganos, o características capaces de percibir esos otros mundos. ¿Por qué? Porque cada especie se adapta a su medio y el mundo de Arum, por ejemplo, no es el medio del ser humano. Sino de otros seres. ¿Y porque los gatos y los perros si pueden ver, de vez en cuando, estos mundos? Porque los gatos y los perros, se mueven en otras esferas más profundas que las humanas.
Sólo fijémonos en los hábitos y costumbres de dichas especies. El gato, por ejemplo, es un ser nocturno. Por los menos el gato en su hábitat natural y no sometido a las costumbres humanas. Durante el día se le puede ver durmiendo a todo volumen y por las noches se desplaza por los rincones más oscuros e inhóspitos que nosotros, los seres humanos, ni siquiera podemos imaginar. El perro, aunque no es tan extremo como el gato, ha sido empujado a vivir en la oscuridad y la soledad de la noche. Indefenso antes los elementos parece haber adquirido el oído más fino que la naturaleza puede proporcionar, junto al del olfato, y se espanta, se horroriza cuando capta sonidos y olores que no comprende. Así, por las noches, o en pleno día, a veces, los podemos escuchar aullando de dolor como los coyotes o los lobos en plena luna llena.
Ellos, los perros y los gatos, captan, esos otros mundos. El gato los ve, el perro los huele y los escucha. Por eso, los ojos de los gatos son como puertas corredizas, mientras que los aullidos de los perros son como gritos de angustia. Entre lo que ve uno y escucha, y huele el otro debemos tener mucho cuidado con lo que puede andar cerca.
Arum, el mundo al cual, había ido a caer Humberto Maldonado, era uno de esos mundos paralelos donde el aire no era aire, ni la materia, sólida como la conocemos los humanos. Todo allí, y debido a los escases de las palabras que poseemos los humanos para darles nombre a las cosas que no conocemos, era de otra consistencia.
La niebla, que Humberto veía, era el oxígeno de las criaturas que habitaban aquel mundo. Y aquel oxígeno era veneno para los pulmones humanos. La luz, que, si la comparamos con la de la Tierra, está en otro tono más apagado, procede del mismo sol nuestro, pero en una escala miles de veces menor. Los olores, los colores, los sabores y todo lo demás, en Arum, si los comparamos con los nuestros, son de una escala menor.
Los colores son pálidos por estar, este mundo, muy debajo de la escala evolutiva (si es que le podemos dar este nombre a tal grado de avance en la escala de los seres), los sabores son inexistentes, los olores, son amargos como lo comprobó Humberto al aparecer en dicha superficie.
Veneno, eso es lo que dicen los científicos de las nubes de Júpiter. Pues eso es Arum para nuestra especie: Veneno. Nadie, por lo menos en cuerpo físico, puede vivir más de un par de minutos en la superficie de aquel planeta. Ni tampoco las criaturas de Arum pueden vivir más de un par de minutos en la superficie del planeta humano.
Humberto Maldonado, el primer hombre en llegar a aquel planeta nunca lo podría contar, y eso estaba bien, porque la puerta hacia los dos mundos seguiría abierta un poco más. Y mientras esa puerta permaneciera abierta, habría más comida. Porque el alimento más codiciado para los seres de Arum era la carne humana.

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