Carlos Eduardo Aceituno estuvo
a punto de dar vueltas dos veces en su alocada carrera hacía la ciudad de
Tegucigalpa. En la segunda una patrulla lo detuvo. Más adelante les dio las
gracias porque si no se hubiera detenido quizás hubiera dado vuelta o matado a
alguien.
—¿Pero, por que corría de esa
manera? –le preguntó un policía algo asustado.
—No sé cómo explicarlo…
Pero al final lo explicó.
Debía de explicarlo si quería que alguien más se interesara por el asunto. Y
como era de esperarse nadie lo creyó. Al final lo sacaron de la celda temporal
en la cual lo habían metido y lo despacharon con una sonrisa de
condescendencia.
Lo soltaron al siguiente día.
Miércoles. Día de trabajo.
Se sentó en un banco muy cerca
de la posta de policía y trató de pensar con lógica en todo lo ocurrido.
¿Cuánto puede pasar en la vida de una persona en menos de veinte horas? Y ¿Qué
haría ahora?
Regresar a la oficina y
contarle todo a Abigail y a Martha y luego a Nicolle, eso era lo lógico.
Tendría que asumir esa responsabilidad. ¿Y qué había del señor Esteban Landa?
También tendría que contarle todo.
Respiró hondo, muy, muy hondo
y luego se puso en pie. La Toyota estaba en el estacionamiento de la posta
policial. La buscó, se montó y se fue hacia la oficina. En los pocos kilómetros
que había desde aquel punto hasta la oficina tuvo un poco de tiempo para
repasar lo que había sucedido en aquella casa.
Todo aquello no tenía lógica,
ni nunca lo tendría.
***
Los siguientes días
transcurrieron en una especie de infierno lento para Carlos. Veía ir y venir a
la gente y todas volvían a preguntarle lo mismo. Repitió la misma historia
tantas veces que llegó un momento en el cual comenzó a variar la historia en
algunos puntos. Aquello era de locos.
A Humberto Maldonado se le dio
como oficialmente perdido una semana después de haberse perdido. Nunca se supo
cómo y por qué. Y como sucede siempre, entre el género humano, sólo su esposa e
hijos le siguieron extrañando y buscando.
Y don Esteban quien de alguna
manera se consideraba el responsable directo por la desaparición del
investigador trató, por todos los medios de encontrarse ese sentido a la
desaparición. Sí, siempre se había hablado de su casa como embrujada, pero
jamás, que el supiera, se había perdido un ser humano dentro de ella.
***
—Le aseguro, Nicolle –le dijo
a la esposa de Humberto Maldonado cuando la visitó en su propia casa— que voy a
llegar al fondo del asunto.
—Se lo agradezco –le dijo ella
con los ojos irritados de tanto llorar.
—Voy a ir yo mismo al Ocotal y
con un grupo de hombres trataremos de dar (con lo que sea que sea ahora su
esposo), con él.
Después de darlo declarado
oficialmente desaparecido, el asunto, como si eso era suficiente, había pasado
a ser de segundo plano.
Su esposa, acompañada de sus
hijos, se había acercado a la Casona. Para entonces ya la tienda de campaña y
la puerta averiada habían desaparecido. Alguien, algún empleado de don Esteban,
habían dejado la casa como si nada hubiera ocurrido allí.
“Es una casa tétrica” había
pensado Nicolle sin expresarlo abiertamente.
Los niños estaban en la
escuela y ella, por iniciativa propia y porque extrañaba a su esposo había
decidido ir a ver dónde había desaparecido. Había escuchado la versión de
Carlos Aceituno tantas veces que ya se la sabía de memoria. Y todo estaba bien,
hasta el momento en el cual escuchaba la parte donde su esposo no estaba. Era,
era algo que no tenía lógica.
¿Cómo era posible que un ser
humano desapareciera así por así de la nada? No, todo en la vida tenía una
explicación. Eso le habían enseñado en su hogar: todo en la vida tiene una
explicación lógica.
Así pues, había ido a La
Casona.
La Casona, una semana después
de la desaparición de Humberto, había sido objeto ve muchas visitas y aún se
veían las huellas de esas visitas regadas por todos los rincones: pedazos de
cartones que decían no pasar, hojas de periódicos volando aquí y allá (a
alguien de los allegados le había dado por leer el periódico), algunos platos
de cartón… en fin, huellas de la presencia de personas en el lugar. Ella se
había negado a acercarse al lugar durante toda aquella semana porque temía un
colapso nervioso.
Pero una semana después todo
parecía un sueño. Algo que le había ocurrido a alguien más, no a ella.
Había llegado, pues, muy
temprano, después de dejar a los niños en la escuela.
Dejó La Toyota, cerca del
portón en cuya parte superior decía La Casona y se apeó mirando el panorama
desde el exterior. El portón estaba cerrado con cadena y con candados, pero los
hilos de alambre que había junto a él, a la derecha, parecían muy destemplados,
como si alguien hubiera entrado y salido con mucha frecuencia del lugar.
Se acercó al portón y observó,
a lo lejos, la fachada de la casa de tejas rojas. Desde aquel lugar se le
antojó una bestia enjaulada, muy callada y muy peligrosa. Pero en ese momento,
ella no sentía miedo, sino cólera. Una cólera muda que parecía agrandarse en la
zona de la garganta, pero que no podía sacar pues no tenía sentido.
Lo único real era que su
esposo había desaparecido. Que ya llevaba, para entonces, una semana, sin verlo
ni escucharlo y la única respuesta era la historia contada por Carlos Aceituno.
Una historia, a todas luces de la lógica, ilógica.
Había apretado dos barrotes
del portón mientras observaba aquella casa y la furia parecía irse agolpando un
poco más sobre su garganta. Quería gritarle a aquella casa que le devolviera a
su esposo, pero sabía que eso era imposible.
Soltó los barrotes y tenía las
palmas de las manos rojas, irritadas de tanto apretar. Soplaba un viento
refrescante que agitaba su cabello castaño y le acariciaba las mejillas, pero
nada más. El ambiente era agradable, pero en su interior se estaba despertando
la ira que durante muchos días había tratado de calmar. Quizás, ir a aquel
lugar no había sido buena idea, después de todo.
Había dominado sus lágrimas y
luego, sin pensarlo un poco más, se había introducido por entre los flojos
hilos del alambre de púas. En algún momento, mientras pasaba esta débil
barrera, había temido que su cabello o la ropa se enredaran entre las filosas
púas de hierro. No había sido así.
Entró, pues, en los terrenos
de La Casona y con paso firme, aunque algo cansado, recorrió los cien metros
que separaba la casa de la carretera. La acera de piedras y cemento le pareció
algo fuera de lugar allí en el campo, pero de todas maneras no le metió mucha
cabeza al asunto.
Llegó hasta enfrente de la
casa y se imaginó, por el repetido relato de Carlos, que allí, un poco más atrás,
habían levantado la tienda con todos los aparatos. El centro de mando, como le llamaba Humberto. Para él ya no habría
más centros de mando. Dominó las
ganas de llorar. Sólo de recordar lo apasionado que era su esposo por aquellas
cosas le puso la carne de gallina.
Y como sucede con el cerebro
cuando se recuerda a alguien, su mente se fue hacia el pasado, recordando el
momento justo cuando le había conocido.
***
Nicolle Melissa Duarte, por
aquel entonces, tenía veintiséis años, era maestra de primaria y estaba más
concentrada en su trabajo que en hacer su vida emocional. Hija de dos maestros,
y hermanas de otros tres, su destino, como siempre lo había predicho: era
también serlo.
Corría el año de mil
novecientos setenta y dos y su padre se había metido en un lío legal algo
complicado y ella, desesperada, porque siempre le desesperaban los problemas de
la familia, había acudido a un famoso bufete de abogados con la esperanza de
solucionar el lío de su testarudo padre.
Los abogados, como era de
esperarse, la escucharon con mucha atención y después de asegurarle que ellos
no llevaban ese tipo de asuntos debido a su simplicidad le habían dicho que si
estaba dispuesta a pagar una gran suma sí lo llevarían. Ella, al escuchar la
gran suma casi se desmaya enfrente a ellos.
Como hipnotizada por el horror
de haberse visto ante lo que es lo peor de la condición humana sedienta de
dinero, Nicolle, con lágrimas en los ojos había tomado la salida del edificio
donde estaba el dichoso bufete.
Allí, cuando atravesaba el
marco de la puerta hacia la calle se había topado, por primera vez con Humberto
Maldonado. Él regresaba del almuerzo y parecía distraído por un par de
documentos que leía con mucha concentración y ella con sus ojos nublados: fue
inevitable el choque.
“Perdone, señorita” –le había
dicho él.
“No se preocupe” –le había
dicho ella con una voz quebrada.
No sabía si lo que más dolor
le causaba era el lío de su padre o la voracidad con la cual actuaban aquellos
abogados. Se imaginaba que eran lobos detrás de ovejas a las cuales perseguían
y luego desgarraban con sus dientes y con sus uñas. En eso pensaba cuando chocó
con Humberto.
“¿Le pasa algo?” –le había
preguntado él.
Y ella, como si sólo faltara
alguien que hiciera esa pregunta se echó a llorar desconsoladamente frente al
desconocido. El desconocido, conmocionado por aquellas lágrimas la había
llevado, con mucho cuidado a que se sentara en una de esas bancas largas que
había en el vestíbulo del edificio. Allí, la sentó y con palabras suaves le fue
sacando los motivos.
Y como si se tratara de la
cosa más sencilla y natural del mundo, él le había dado la solución al asunto:
“Lo único que hay que hacer es
esto… y aquello…”
Ella, como si viera la luz
después de un día bastante nublado y lluvioso, lo comprendió todo y se sintió
liberada de un enorme peso. Él, se había ofrecido, sin ningún costo a hacer
todo el papeleo siempre y cuando ella le proporcionara algunos documentos.
A partir de allí, se habían
hecho muy buenos amigos. Empezaron a salir y luego vino el noviazgo. Un
noviazgo que duró tan poco porque como es natural en un hombre y una mujer, el
deseo de contacto físico fue más fuerte que la prudencia que recomiendan las
madres a sus hijas, además, los dos eran adultos y responsables. Supuestamente.
Había quedado embarazada y de
inmediato, como con lo del problema de su padre, él se hizo cargo. La llevó a
vivir al apartamento que alquilaba y descubrió asombrada que la pasión de su
enamorado eran las cuestiones paranormales. Al principio, como era natural, sintió
miedo.
Miedo que poco a poco fue
superando por las explicaciones racionales que él le brindó al respecto. Por
aquel entonces, él tenía como proyecto ya, formar su propia oficina de asuntos
paranormales.
“La primera en su género en
Honduras” le dijo con emoción.
Y ella siempre le apoyó.
Porque qué le queda a una mujer enamorada: apoyar los sueños de su hombre. Eso
había hecho ella. Y la vida, para los dos, se asentó. Ella siguió trabajando en
la escuela en la cual trabajaba desde hacía cinco años y él siguió con su
trabajo de abogado. Trabajo que le fastidiaba y lo hacía notar.
Cuando al fin, Humberto
realizó sus primeros casos de investigaciones paranormales, ella había visto el
enorme cambio. Ahora no se quejaba de los horarios y hasta pasaba noches completas
enfrascadas en la fabricación de algún aparatejo, según él, para ayudar en la
búsqueda de la verdad.
Y aunque, al final de cuentas,
él terminaba decepcionado por los resultados finales (casi siempre, le
confesaba, eran trucos de los seres humanos para aprovecharse de los demás
seres humanos), nunca se rendía. Siempre al comenzar un nuevo caso se le veía
emocionado y siempre le decía:
“Este parece que sí es real”
Y la misma historia una y otra
vez. Y como sucede siempre con las esposas, ella se acostumbró a la misma
cantaleta día tras día. Y estaba bien, porque de alguna manera, él se mantenía
apasionado por lo que hacía y seguro.
Al inicio, cuando él le
hablaba de un posible espectro del más allá, o de cadenas sonando a la media
noche, sentía aprensión en el pecho. Quería decirle que no fuera, que no lo
hiciera. Pero a medida que fueron pasando los días se enteraba que aquello no
era más que un tipo de juego y menos aprensiva se sentía. Era algo natural,
normal.
Su hija Melissa nació aquel
primer año y Ángel al tercero. Para entonces, Humberto ya había abandonado la
profesión de abogado para dedicarse por entero a lo que él llamaba la
Investigación Paranormal. Y lo más curioso es que le iba mucho, mucho mejor que
como abogado asalariado de otros. Compraron la casa, comenzaron a ahorrar lo
suficiente como para al término de un año fundar su propia empresa. Empresa
única en Honduras por la época y que abrió el campo a nuevos estudios sobre los
fenómenos paranormales.
Les había ido bien desde el
principio hasta el punto de que en menos de tres años eran cuatro los que
trabajaban en la empresa y muy pronto, tenía intenciones, Humberto, de
contratar a más personas.
En el transcurso de siete años
que era el tiempo que llevaban de convivencia habían aprendido a entender las
preferencias y tiempos del otro. No eran perfectos, como pareja, porque según
dicen eso no existe en ninguna de las obras hechas por el ser humano, pero se
llevaban bien. Se amaban a su modo.
Y, como sucede siempre,
aquella mañana del martes, cuando Humberto había llegado por la tienda de
campaña, a ella le pareció intuir algo. Había sido una sensación de cosquilleo
en el pecho y aprehensión en las ideas. Aquella excitación que veía en el
rostro de su esposo, no era la misma de siempre. Vaya, siempre, cuando recibía
un nuevo caso se ponía como loco de emoción, pero aquel día, por lo que pudo
notar, había un poco de miedo, también en sus movimientos. El día anterior,
según le dijo, había pasado gran parte del tiempo metido en la biblioteca, como
siempre antes de un caso, investigando y había encontrado muchos elementos
importantes. Le mencionó el nombre de El Álamo como una constante en toda
aquella plática y eso lo recordó hasta después.
“Creo que ese lugar –le había
dicho— tiene una gran responsabilidad sobre lo que sucede en esa casa”
Ahora, frente a frente a La
Casona, se preguntaba cuánto de aquello era realidad o mentira. La verdad era
que su esposo llevaba desaparecido una semana. Lo que no podía creer es que ni
siquiera hubiera un cuerpo encontrado para enterrar o una tumba, por lo menos,
para visitar.
El problema con las
desapariciones es ese: queda la incertidumbre de si la persona está viva o
muerta. Pueden pasar los años, y hasta los siglos, y la incertidumbre es la
misma: ¿Dónde quedó su cadáver? ¿Dónde está? ¿Qué fue lo que en realidad pasó?
Nicolle se quedó de pie ante
la casa a unos diez metros de ella.
La casa llamada La Casona,
ahora, estaba cerrada de nuevo con un llavín nuevo y con las cortinas de las
ventanas corridas. Cualquiera podía asomarse y ver, ahora, el interior. Pero
ella no se atrevió a hacerlo.
Allí, podía presentirlo, latía
algo raro.
Quizás no lo sintió como lo
había hecho Carlos, y quizás su propio esposo, pero sí pudo presentir la
sensación esa, de la que tanto insistía en llamar: ojos en las paredes. Se
alejó unos cuantos pasos hacia atrás como para abarcar la imagen total de la
casa.
Era una casa muy hermosa,
grande, y en un espacio amplio: la casa que todos quisieran tener. Pero, sus
ventanas, en ese momento, le parecieron ojos inquisidores. Ojos que la miraban
a ella.
Eran las diez de la mañana y
el sol ya estaba haciendo su función de todos los siglos allá arriba:
iluminando todo con sus rayos amarillos. Pero, ella, absorta en mirar toda la
casa en conjunto no notó el suave movimiento de las cortinas en una de las
ventanas más cercanas a la cocina. Allí donde debía de haber un dormitorio, la
cortina se agitó varias veces.
Sólo con el rabillo del ojo,
Nicolle, pareció notar algo y volvió a sentir miedo.
Había decidido que no quería
acercarse más a aquella casa.
Dio la vuelta y se alejó a
pasos apresurados, hacia la salida. Mientras se alejaba de la casa sintió sobre
sus hombros la clara idea de estar siendo observada.
Cuando estuvo de nuevo en La
Toyota, con el motor encendido y a punto de poner la marcha atrás para dar la
vuelta hacia Tegucigalpa recordó que Carlos había dicho que Humberto había
bajado al pueblo mientras él se quedaba poniendo los censores.
Decidió bajar al pueblo.
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