miércoles, 27 de julio de 2016

Capítulo 1





1979

—Es una casa embrujada.
—¿Otra más?
—Así parece. Si me llaman de nuevo de parte del hospital diles que estaré fuera un par de días.
—Ok, jefe. Cuídese.
—Ya sabes que siempre lo hago.
Humberto Ezequiel Maldonado Ruiz de treinta y seis años tenía el trabajo más raro que en Honduras se podía concebir. Un trabajo que más que una profesión era una pasión: investigar fenómenos paranormales.
Desde muy joven había mostrado un interés científico por todo lo referente a lo misterioso tratando de darle una explicación lógica y racional. Hasta el momento, y desde que empezara con dicha actividad (tenía tres años en el negocio), todo lo supuestamente paranormal no eran más que alucinaciones individuales o colectivas de la gente. Había comprobado en el transcurso de ese tiempo que era la mente la que provocaba dichas alucinaciones y hasta tenía una palabra para designar dicho fenómeno: sugestión.
Aquella mañana del mes de marzo de mil novecientos setenta y nueve salió, una vez más, en busca del misterio. Misterio, que al final de cuentas terminaba siendo una simple patraña. Pero, de todos modos, a él le gustaba encontrar las explicaciones de las cosas. Le pagaban por eso y eso estaba bien.
Llegó al estacionamiento del edificio donde alquilaba una de las oficinas del tercer piso y colocó la maleta con los instrumentos en la parte trasera. Allí, junto a la llanta de repuesto, en el maletero, llevaba tres cajas de madera, una junto a la otra. El contenido de dichas cajas era variado y a cualquiera que les echara un ojo hubiera bastado para creer que se trataba de un vendedor de baratijas para causar miedo.
Muchos de los fenómenos paranormales que había investigado, hasta la fecha, eran simples trucos provocados por personas con objetivos distintos. Y siempre, al descubrir dichos trucos solía quedarse con algunos de los artilugios utilizados para dichos trucos. Porque siempre, a menos que fueran simples alucinaciones inducidas, aquellos trucos necesitaban de algún objeto material.
Las tres cajas, una más llena que otra, llevaban en su interior desde arañas de gomas hasta cámaras fotográficas adaptadas para lanzar luces en medio de la noche. Los motivos casi siempre eran los mismos: tratar de asustar a alguien para quedarse con su casa, un auto, una herencia. O simplemente porque se le quería dar un susto de muerte a alguien en particular.
Él, era el único que anunciaba por la radio que podría esclarecer esos fenómenos. No, no era un detective. Era un simple investigador de lo paranormal. Desde que era un niño, y desarmaba los juguetes proporcionados por los mayores, siempre había querido conocer el funcionamiento de las cosas. Y esa curiosidad lo había llevado a investigar cómo funcionaban los trucos de magia. Y hasta la fecha del año mil novecientos noventa y nueve, a sus treinta y seis años, conocía miles de formas en las cuales los magos engañaban a la gente. Eran trucos tan sencillos por los cuales la gente se dejaba engañar que lo hacía desconfiar de la inteligencia del género humano.
Desde pequeño, cuando llega esa etapa en la vida cuando le preguntaban que quería ser cuando fuera grande decía que investigador de cosas paranormales. Y con esa idea había llegado hasta la juventud y se decepcionó cuando al llegar a la universidad se enteró que esa carrera no existía. Así que sus padres lo obligaron a estudiar derecho. Carrera que no le gustó, pero con la amenaza constante de que no iba a tener ni un centavo para poder comer, la había llevado con cierto éxito.
De todos modos, al salir de la universidad no había encontrado trabajo en ningún sitio. Y cuando al fin, con dos años haciendo nada, decidió fundar su propia compañía haciendo lo que más amaba en el mundo, sus padres le desearon la mejor suerte del mundo y le sacaron todos sus bártulos de la casa.
Al principio, había tenido miedo, como en normal porque sólo tenía veinticinco años y nada de dinero, pero como dice ese refrán que cuando haces lo que amas siempre encuentras el camino. Así le había sucedido a él.
Había comenzado de la manera más sencilla: colocando un pequeño anuncio en el periódico que decía:
FENÓMENOS PARANORMALES: Tiene problemas con fantasmas, aparecidos, ruidos que no lo dejan dormir por las noches, cambian de lugar los objetos… llámenos. Somos la solución a todos esos problemas. Resultados garantizados.
Como no tenía dinero ni para alquilar una habitación donde dormir le había pedido a su mejor amigo de la universidad que lo dejara quedarse en el garaje de su casa. Aquel, con el desagrado de los propios padres, le había dado un mes de estadía. Fue suficiente. Allí, durmiendo sobre un catre de la guerra del sesenta y nueve, y escuchando los ruidos de la carretera, había realizado sus primeros trabajos.
Y los primeros trabajos habían sido eso que anunciaba en el anuncio del periódico. Una señora de más de sesenta años le había llamado explicándole que por las noches, a media noche en realidad, escuchaba que arrastraban cadenas por todo el techo de la casa. Él, entusiasmado hasta las costillas, se había presentado con su traje de trabajo que no era más que el mismo pantalón vaquero de siempre, sus zapatillas y una camiseta que tenía dibujado a Archie y Verónica.
Al llegar a la casa de la cual le habían llamado se quedó con la boca abierta. Se trataba de una casa enorme y de aspecto antiguo con columnas redondeadas y todo eso. Un hombre que fungía de mayordomo, como en las películas, le había hecho pasar a una biblioteca con más libros que una biblioteca pública. Las paredes eran altas y sobre ellas colgaban cuadros pequeños y cuadros grandes. Además, el piso, en su totalidad, estaba cubierto por una peluda alfombra verde. Había, también, espejos por todos lados.

Eso había ocurrido allá por mil novecientos setenta y uno cuando las comunicaciones, y los viajes en automóvil aún eran muy lentos, tanto como andar a pie. Para poder llegar a aquella zona residencial lo había hecho montado sobre la bicicleta de su amigo.
—¿Podemos hablar en un lugar más seguro? –le había dicho de entrada a una mujer que parecía tallada en piedra. No por sus arrugas sino porque parecía no mover ni un solo músculo cuando hablaba.
Al verle la camiseta de Archie, la mujer pareció dudar un poco. Quizás esperaba a alguien metido en un traje fino, un saco o algo así. Había subido una ceja como inspeccionándolo.
—Espero que no le inquiete mi vestimenta –le dijo para bajarle la ceja—, para moverme con mayor facilidad en las zonas de trabajo necesito estar lo más cómodo posible.
La mujer que se llamaba Rebecca Bográn y había pertenecido a esta familia que durante mucho tiempo habían manejado los destinos del país, pareció distenderse un poquito. Y aunque no sonrió ni nada de eso le dijo que ese era el lugar más seguro de la casa y que podían hablar con libertad allí.
Humberto le había hecho la pregunta porque gracias a la multitud de espejos aquí y allá le parecía haber visto el reflejo de un movimiento muy cerca de la puerta.
—Preferiría, si es posible –le insistió el muchacho— que me explicara mientras me enseña el lugar donde escucha los ruidos.
La mujer, al notar el interés del muchacho, se puso en pie y le pidió que la siguiera. Él la siguió hasta la segunda planta de la casa y por el camino, mientras subían y avanzaban por ese tipo de pasillos que más parecen de hotel que de casa, notó la misma sombra detrás de ellos. Y esa sombra no era de ningún fantasma sino de una mujer de unos treinta y cinco años.
La mujer, al ser descubierta se les había acercado con una sonrisa enorme para disimular y la señora había dicho algo interesante:
—Ella es mi sobrina y también ha escuchado los ruidos. ¿Verdad?
—Ah, sí, claro, claro. Los ruidos del techo.
Y ahora, las dos, le mostraron el supuesto lugar de los ruidos. Justamente sobre el dormitorio de la señora Bográn.
—¿Y usted donde tiene su dormitorio? –le había preguntado Humberto a la sobrina.
—Justo allá –le había señalado hacia el fondo del pasillo en la dirección opuesta.
—Mmm –era lo único que Humberto había dicho.
La señora Bográn abrió la puerta de su dormitorio y le invitó a pasar. La sobrina entró también con ellos.
—Justo allí –señaló la señora.
Allí era justo sobre la cama de enorme dosel que estaba pegada a una pared también alta. El techo era alto y de una especie de argamasa con decoraciones de teatro antiguo. El investigador se había acercado a los rincones para observar atentamente cualquier indicio físico. Y para darle mayor misterio y seriedad a las cosas había extraído del fondo de su improvisado maletín un aparato que él mismo había construido con un par de antes de radio y un medidor de corriente directa y alterna. Las mujeres, al ver el aparato se habían puesto emocionadas. O al menos la señora porque la otra mujer había arrugado las cejas.
—¿Qué es eso? –preguntó la señora Bográn— ¿Y qué hace?
—Este es un aparato que mide las frecuencias de los espíritus –había dicho con mucha gravedad y con una voz muy segura.
En realidad, era mentiras. El aparato lo que hacía era captar la energía estática del ambiente. Funcionaba, pero aún no se había podido perfeccionar debido a la carencia de algunos circuitos.
La sobrina había pedido permiso a la tía para ausentarse un momento, aunque en realidad nadie la había invitado. Se le concedió el permiso y salió algo turbada. Humberto había aprovechado el momento para susurrarle a la señora Bográn:
—¿Cuántas personas viven en esta casa?
—Somos –pareció pensar un poco la respuesta— mi hermano, mis dos sobrinas y la servidumbre que son tres. En total somos seis.
Humberto apuntó los datos en una libretita y le dijo:
—A veces, los espíritus, cuando hay un determinado número de personas suelen manifestarse en distintas intensidades.
—Oh –había exclamado la señora llevándose una mano a la boca.
—Así es. Y dígame ¿Además de usted y su sobrina quién más ha escuchado los ruidos?
—Solamente nosotras dos.
—¿Y lo ha comentado usted con alguien más? Es decir ¿Saben todos los de la casa que usted escucha los ruidos?
—Sí, se los he comentado a todos, pero ninguno me hace caso. Creen que me estoy volviendo loca. Ya sabe, la edad.
—Sólo su sobrina dice, entonces, escucharlos.
—Así es.
—¿Y está segura que esos ruidos vienen de allá arriba? –señaló hacia el techo.
—Sí. De allá.
—Ok. Me dijo que es a medianoche cuando escucha los ruidos… que sólo usted y su sobrina los escucha…
Asentía al ver como el muchacho apuntaba todo aquello. Después de todo, y a pesar de su pinta y su camiseta de Archie, el muchacho era muy profesional.
—¿Cuántas veces ha escuchado los ruidos?
—Últimamente, casi todas las noches. Pero comencé a escucharlos hace más de un mes… gracias a Dios, mi sobrina Elisa (Elisa apuntó Humberto en su libretita), vino justo hace un mes y puedo contarle todo eso a ella.
—Ujú.
Después de eso, el investigador se había subido a una pequeña escalera que le trajeron de la parte de abajo y luego se subió hasta estar a la altura del techo. Observó con mucha atención todo lo observable allí. Tomó un par de fotografías y luego se bajó de allí. Notó además que justo, en la cabecera de la gran cama había un cuadro de una mujer mucho mayor que la misma señora Bográn.
—Era mi madre –le comentó al muchacho al notar el interés de él en el objeto—. A veces pienso que es ella la que me visita.
—¿Y eso por qué? ¿Por qué piensa que es ella?
—Ah, porque cuando estaba viva, siempre me decía que si me portaba mal iba a venir a asustarme.
Al decir aquello, la mujer miraba hacia el cuadro con los ojos abiertos como platos.
—Mmmm –otro apunte para la libreta.
Pero Humberto ya comprendía por donde iban los tiros.
—¿Todos los días se escuchan los ruidos?
—No, sólo los jueves y los viernes. Es como si esos días, el espíritu saliera a asustarme.
—Y esos días ¿Están todos los ocupantes en la casa?
—Sólo Elisa. Mi hermano y mi otra sobrina suelen salir a la otra casa que tenemos en La Montañita.
—Ah, ya.
Sí, por allí iban los tiros.
—Voy a venir el viernes –le prometió el muchacho—, pero no le diga nada a nadie de mi visita. ¿Está bien?
La mujer miró al muchacho con grandes esperanzas y asintió.
Además de las palabras de la mujer, Humberto, había notado un cierto temblor en sus manos.
—Esto me va a matar sino logro echarlo de aquí –le dijo al muchacho con la voz algo quebrada.
—No se preocupe, yo le voy a quitar ese malestar de aquí. Se lo prometo.
—¡Oh, gracias! Se lo estaré eternamente agradecida. Claro que sí. ¿Y cuánto le debo?
—Cuando termine el trabajo hablaremos de eso. ¿Está bien?
—Oh, es usted muy profesional –exclamó la mujer visiblemente emocionada.
—Así es. Se lo aseguro.
Y mientras descendían por las escaleras, Elisa, la sobrina se les volvió a pegar.
—¿Y qué tal? –preguntó.
—Todo bien –le dijo Humberto—. Vendré el viernes para acabar con el espanto.
—¿De veras? –preguntó alegre la mujer.
—Eso es lo que le he prometido a su tía y lo haré.
Y cuando la señora se despidió del investigador paranormal, Elisa, había insistido en acompañarlo hasta el portón donde había dejado la bicicleta.
Durante el trayecto hacia el portón que eran sus buenos cincuenta metros, Humberto, por las palabras de la mujer comprobó que su tesis era cierta:
—Está un poco enferma, mi tía –le comentó como en tono de plática.
—Pues yo la vi muy sana. Quizás un poco nerviosa por eso de los ruidos, pero…
—No hay tales ruidos –le confió la mujer bajando la voz y acercándose casi como una cómplice muy cerca de él.
—¡¿Cómo?¡
—Yo le sigo la corriente para que no se sienta tan sola, pero en realidad… no hay ruidos –le confesó como quien confiesa que su pariente más cercano es un lunático.
—Ya, pero es que ella… me convenció. Lo dice con tanta convicción.
—Lo sé… ella cree que escucha ruidos, pero en realidad creo que todo sucede aquí –se tocó la sien con el dedo índice de la mano derecha.
—¿Usted cree qué?
—Sí. Mi tía está un poco…
No terminó la oración, pero no era necesario. Lo que seguía era evidente.
—Le rogaría, señor…
—Humberto. Humberto Maldonado –se presentó.
—Le rogaría, señor Maldonado, que no le dé esperanzas en cuando a eso de los ruidos…
—Pero le podría ayudar el saber que alguien le ayuda… o por lo menos que… ya sabe, sugestionarla para ver si deja de escuchar lo que dice que escucha.
—La verdad, si es algo que ocurre –se volvió a tocar la sien— aquí adentro dudo mucho que pueda ayudarle mucho.
—Sí. Es cierto.

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