1979
—Es una casa embrujada.
—¿Otra más?
—Así parece. Si me llaman de
nuevo de parte del hospital diles que estaré fuera un par de días.
—Ok, jefe. Cuídese.
—Ya sabes que siempre lo hago.
Humberto Ezequiel Maldonado
Ruiz de treinta y seis años tenía el trabajo más raro que en Honduras se podía
concebir. Un trabajo que más que una profesión era una pasión: investigar
fenómenos paranormales.
Desde muy joven había mostrado
un interés científico por todo lo referente a lo misterioso tratando de darle
una explicación lógica y racional. Hasta el momento, y desde que empezara con
dicha actividad (tenía tres años en el negocio), todo lo supuestamente
paranormal no eran más que alucinaciones individuales o colectivas de la gente.
Había comprobado en el transcurso de ese tiempo que era la mente la que
provocaba dichas alucinaciones y hasta tenía una palabra para designar dicho fenómeno:
sugestión.
Aquella mañana del mes de
marzo de mil novecientos setenta y nueve salió, una vez más, en busca del
misterio. Misterio, que al final de cuentas terminaba siendo una simple
patraña. Pero, de todos modos, a él le gustaba encontrar las explicaciones de
las cosas. Le pagaban por eso y eso estaba bien.
Llegó al estacionamiento del
edificio donde alquilaba una de las oficinas del tercer piso y colocó la maleta
con los instrumentos en la parte trasera. Allí, junto a la llanta de repuesto,
en el maletero, llevaba tres cajas de madera, una junto a la otra. El contenido
de dichas cajas era variado y a cualquiera que les echara un ojo hubiera
bastado para creer que se trataba de un vendedor de baratijas para causar
miedo.
Muchos de los fenómenos paranormales
que había investigado, hasta la fecha, eran simples trucos provocados por
personas con objetivos distintos. Y siempre, al descubrir dichos trucos solía
quedarse con algunos de los artilugios utilizados para dichos trucos. Porque
siempre, a menos que fueran simples alucinaciones inducidas, aquellos trucos
necesitaban de algún objeto material.
Las tres cajas, una más llena
que otra, llevaban en su interior desde arañas de gomas hasta cámaras
fotográficas adaptadas para lanzar luces en medio de la noche. Los motivos casi
siempre eran los mismos: tratar de asustar a alguien para quedarse con su casa,
un auto, una herencia. O simplemente porque se le quería dar un susto de muerte
a alguien en particular.
Él, era el único que anunciaba
por la radio que podría esclarecer esos fenómenos. No, no era un detective. Era
un simple investigador de lo paranormal. Desde que era un niño, y desarmaba los
juguetes proporcionados por los mayores, siempre había querido conocer el
funcionamiento de las cosas. Y esa curiosidad lo había llevado a investigar
cómo funcionaban los trucos de magia. Y hasta la fecha del año mil novecientos
noventa y nueve, a sus treinta y seis años, conocía miles de formas en las
cuales los magos engañaban a la gente. Eran trucos tan sencillos por los cuales
la gente se dejaba engañar que lo hacía desconfiar de la inteligencia del
género humano.
Desde pequeño, cuando llega
esa etapa en la vida cuando le preguntaban que quería ser cuando fuera grande
decía que investigador de cosas paranormales. Y con esa idea había llegado
hasta la juventud y se decepcionó cuando al llegar a la universidad se enteró
que esa carrera no existía. Así que sus padres lo obligaron a estudiar derecho.
Carrera que no le gustó, pero con la amenaza constante de que no iba a tener ni
un centavo para poder comer, la había llevado con cierto éxito.
De todos modos, al salir de la
universidad no había encontrado trabajo en ningún sitio. Y cuando al fin, con
dos años haciendo nada, decidió fundar su propia compañía haciendo lo que más
amaba en el mundo, sus padres le desearon la mejor suerte del mundo y le
sacaron todos sus bártulos de la casa.
Al principio, había tenido
miedo, como en normal porque sólo tenía veinticinco años y nada de dinero, pero
como dice ese refrán que cuando haces lo que amas siempre encuentras el camino.
Así le había sucedido a él.
Había comenzado de la manera
más sencilla: colocando un pequeño anuncio en el periódico que decía:
FENÓMENOS PARANORMALES: Tiene
problemas con fantasmas, aparecidos, ruidos que no lo dejan dormir por las
noches, cambian de lugar los objetos… llámenos. Somos la solución a todos esos
problemas. Resultados garantizados.
Como no tenía dinero ni para
alquilar una habitación donde dormir le había pedido a su mejor amigo de la
universidad que lo dejara quedarse en el garaje de su casa. Aquel, con el
desagrado de los propios padres, le había dado un mes de estadía. Fue
suficiente. Allí, durmiendo sobre un catre de la guerra del sesenta y nueve, y
escuchando los ruidos de la carretera, había realizado sus primeros trabajos.
Y los primeros trabajos habían
sido eso que anunciaba en el anuncio del periódico. Una señora de más de
sesenta años le había llamado explicándole que por las noches, a media noche en
realidad, escuchaba que arrastraban cadenas por todo el techo de la casa. Él,
entusiasmado hasta las costillas, se había presentado con su traje de trabajo
que no era más que el mismo pantalón vaquero de siempre, sus zapatillas y una
camiseta que tenía dibujado a Archie y Verónica.
Al llegar a la casa de la cual
le habían llamado se quedó con la boca abierta. Se trataba de una casa enorme y
de aspecto antiguo con columnas redondeadas y todo eso. Un hombre que fungía de
mayordomo, como en las películas, le había hecho pasar a una biblioteca con más
libros que una biblioteca pública. Las paredes eran altas y sobre ellas
colgaban cuadros pequeños y cuadros grandes. Además, el piso, en su totalidad,
estaba cubierto por una peluda alfombra verde. Había, también, espejos por
todos lados.
Eso había ocurrido allá por
mil novecientos setenta y uno cuando las comunicaciones, y los viajes en
automóvil aún eran muy lentos, tanto como andar a pie. Para poder llegar a
aquella zona residencial lo había hecho montado sobre la bicicleta de su amigo.
—¿Podemos hablar en un lugar
más seguro? –le había dicho de entrada a una mujer que parecía tallada en
piedra. No por sus arrugas sino porque parecía no mover ni un solo músculo
cuando hablaba.
Al verle la camiseta de
Archie, la mujer pareció dudar un poco. Quizás esperaba a alguien metido en un
traje fino, un saco o algo así. Había subido una ceja como inspeccionándolo.
—Espero que no le inquiete mi
vestimenta –le dijo para bajarle la ceja—, para moverme con mayor facilidad en
las zonas de trabajo necesito estar lo más cómodo posible.
La mujer que se llamaba
Rebecca Bográn y había pertenecido a esta familia que durante mucho tiempo
habían manejado los destinos del país, pareció distenderse un poquito. Y aunque
no sonrió ni nada de eso le dijo que ese era el lugar más seguro de la casa y
que podían hablar con libertad allí.
Humberto le había hecho la
pregunta porque gracias a la multitud de espejos aquí y allá le parecía haber
visto el reflejo de un movimiento muy cerca de la puerta.
—Preferiría, si es posible –le
insistió el muchacho— que me explicara mientras me enseña el lugar donde
escucha los ruidos.
La mujer, al notar el interés
del muchacho, se puso en pie y le pidió que la siguiera. Él la siguió hasta la
segunda planta de la casa y por el camino, mientras subían y avanzaban por ese
tipo de pasillos que más parecen de hotel que de casa, notó la misma sombra
detrás de ellos. Y esa sombra no era de ningún fantasma sino de una mujer de
unos treinta y cinco años.
La mujer, al ser descubierta
se les había acercado con una sonrisa enorme para disimular y la señora había
dicho algo interesante:
—Ella es mi sobrina y también
ha escuchado los ruidos. ¿Verdad?
—Ah, sí, claro, claro. Los
ruidos del techo.
Y ahora, las dos, le mostraron
el supuesto lugar de los ruidos. Justamente sobre el dormitorio de la señora
Bográn.
—¿Y usted donde tiene su
dormitorio? –le había preguntado Humberto a la sobrina.
—Justo allá –le había señalado
hacia el fondo del pasillo en la dirección opuesta.
—Mmm –era lo único que
Humberto había dicho.
La señora Bográn abrió la
puerta de su dormitorio y le invitó a pasar. La sobrina entró también con
ellos.
—Justo allí –señaló la señora.
Allí era justo sobre la cama de enorme dosel que estaba pegada a una pared
también alta. El techo era alto y de una especie de argamasa con decoraciones
de teatro antiguo. El investigador se había acercado a los rincones para
observar atentamente cualquier indicio físico. Y para darle mayor misterio y
seriedad a las cosas había extraído del fondo de su improvisado maletín un
aparato que él mismo había construido con un par de antes de radio y un medidor
de corriente directa y alterna. Las mujeres, al ver el aparato se habían puesto
emocionadas. O al menos la señora porque la otra mujer había arrugado las
cejas.
—¿Qué es eso? –preguntó la
señora Bográn— ¿Y qué hace?
—Este es un aparato que mide
las frecuencias de los espíritus –había dicho con mucha gravedad y con una voz
muy segura.
En realidad, era mentiras. El
aparato lo que hacía era captar la energía estática del ambiente. Funcionaba,
pero aún no se había podido perfeccionar debido a la carencia de algunos
circuitos.
La sobrina había pedido
permiso a la tía para ausentarse un momento, aunque en realidad nadie la había
invitado. Se le concedió el permiso y salió algo turbada. Humberto había
aprovechado el momento para susurrarle a la señora Bográn:
—¿Cuántas personas viven en
esta casa?
—Somos –pareció pensar un poco
la respuesta— mi hermano, mis dos sobrinas y la servidumbre que son tres. En
total somos seis.
Humberto apuntó los datos en
una libretita y le dijo:
—A veces, los espíritus,
cuando hay un determinado número de personas suelen manifestarse en distintas
intensidades.
—Oh –había exclamado la señora
llevándose una mano a la boca.
—Así es. Y dígame ¿Además de
usted y su sobrina quién más ha escuchado los ruidos?
—Solamente nosotras dos.
—¿Y lo ha comentado usted con
alguien más? Es decir ¿Saben todos los de la casa que usted escucha los ruidos?
—Sí, se los he comentado a
todos, pero ninguno me hace caso. Creen que me estoy volviendo loca. Ya sabe,
la edad.
—Sólo su sobrina dice,
entonces, escucharlos.
—Así es.
—¿Y está segura que esos
ruidos vienen de allá arriba? –señaló hacia el techo.
—Sí. De allá.
—Ok. Me dijo que es a
medianoche cuando escucha los ruidos… que sólo usted y su sobrina los escucha…
Asentía al ver como el
muchacho apuntaba todo aquello. Después de todo, y a pesar de su pinta y su
camiseta de Archie, el muchacho era muy profesional.
—¿Cuántas veces ha escuchado
los ruidos?
—Últimamente, casi todas las
noches. Pero comencé a escucharlos hace más de un mes… gracias a Dios, mi
sobrina Elisa (Elisa apuntó Humberto en su libretita), vino justo hace un mes y
puedo contarle todo eso a ella.
—Ujú.
Después de eso, el
investigador se había subido a una pequeña escalera que le trajeron de la parte
de abajo y luego se subió hasta estar a la altura del techo. Observó con mucha
atención todo lo observable allí. Tomó un par de fotografías y luego se bajó de
allí. Notó además que justo, en la cabecera de la gran cama había un cuadro de
una mujer mucho mayor que la misma señora Bográn.
—Era mi madre –le comentó al
muchacho al notar el interés de él en el objeto—. A veces pienso que es ella la
que me visita.
—¿Y eso por qué? ¿Por qué
piensa que es ella?
—Ah, porque cuando estaba
viva, siempre me decía que si me portaba mal iba a venir a asustarme.
Al decir aquello, la mujer
miraba hacia el cuadro con los ojos abiertos como platos.
—Mmmm –otro apunte para la
libreta.
Pero Humberto ya comprendía
por donde iban los tiros.
—¿Todos los días se escuchan
los ruidos?
—No, sólo los jueves y los
viernes. Es como si esos días, el espíritu saliera a asustarme.
—Y esos días ¿Están todos los
ocupantes en la casa?
—Sólo Elisa. Mi hermano y mi
otra sobrina suelen salir a la otra casa que tenemos en La Montañita.
—Ah, ya.
Sí, por allí iban los tiros.
—Voy a venir el viernes –le
prometió el muchacho—, pero no le diga nada a nadie de mi visita. ¿Está bien?
La mujer miró al muchacho con
grandes esperanzas y asintió.
Además de las palabras de la
mujer, Humberto, había notado un cierto temblor en sus manos.
—Esto me va a matar sino logro
echarlo de aquí –le dijo al muchacho con la voz algo quebrada.
—No se preocupe, yo le voy a
quitar ese malestar de aquí. Se lo prometo.
—¡Oh, gracias! Se lo estaré
eternamente agradecida. Claro que sí. ¿Y cuánto le debo?
—Cuando termine el trabajo
hablaremos de eso. ¿Está bien?
—Oh, es usted muy profesional
–exclamó la mujer visiblemente emocionada.
—Así es. Se lo aseguro.
Y mientras descendían por las
escaleras, Elisa, la sobrina se les volvió a pegar.
—¿Y qué tal? –preguntó.
—Todo bien –le dijo Humberto—.
Vendré el viernes para acabar con el espanto.
—¿De veras? –preguntó alegre
la mujer.
—Eso es lo que le he prometido
a su tía y lo haré.
Y cuando la señora se despidió
del investigador paranormal, Elisa, había insistido en acompañarlo hasta el
portón donde había dejado la bicicleta.
Durante el trayecto hacia el
portón que eran sus buenos cincuenta metros, Humberto, por las palabras de la
mujer comprobó que su tesis era cierta:
—Está un poco enferma, mi tía
–le comentó como en tono de plática.
—Pues yo la vi muy sana.
Quizás un poco nerviosa por eso de los ruidos, pero…
—No hay tales ruidos –le
confió la mujer bajando la voz y acercándose casi como una cómplice muy cerca
de él.
—¡¿Cómo?¡
—Yo le sigo la corriente para
que no se sienta tan sola, pero en realidad… no hay ruidos –le confesó como
quien confiesa que su pariente más cercano es un lunático.
—Ya, pero es que ella… me
convenció. Lo dice con tanta convicción.
—Lo sé… ella cree que escucha
ruidos, pero en realidad creo que todo sucede aquí –se tocó la sien con el dedo
índice de la mano derecha.
—¿Usted cree qué?
—Sí. Mi tía está un poco…
No terminó la oración, pero no
era necesario. Lo que seguía era evidente.
—Le rogaría, señor…
—Humberto. Humberto Maldonado
–se presentó.
—Le rogaría, señor Maldonado,
que no le dé esperanzas en cuando a eso de los ruidos…
—Pero le podría ayudar el
saber que alguien le ayuda… o por lo menos que… ya sabe, sugestionarla para ver
si deja de escuchar lo que dice que escucha.
—La verdad, si es algo que
ocurre –se volvió a tocar la sien— aquí adentro dudo mucho que pueda ayudarle
mucho.
—Sí. Es cierto.
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